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El paisaje ya comienza a ser familiar para el espectador uruguayo: montañas abruptas, llanuras blancas de nieve, carreteras minúsculas que serpentean en medio de la nada, ciudades apretadas bajo un cielo color plomo. Y sobre todo frío, mucho frío. Las series policiales que llegan del lejano norte no tienen más remedio que dibujarse sobre lo que se ve por las ventanas de sus muy aisladas casas, con esa particular paleta metálica de colores gélidos, azulados como la cueva de un glaciar que se derrite. Pero no solo el paisaje comienza a ser reconocible, también el carácter de los personajes que se deslizan sobre ese hielo.
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Todo eso es visible en Los asesinatos del Valhalla, nueva serie islandesa recién estrenada por Netflix: aunque la acción se desarrolla en Reikiavik, muy pronto viaja a los grandes paisajes que enmarcan un pequeño pueblo donde cosas terribles ocurrieron hace tiempo. El caso comienza con un par de asesinatos que rápidamente son conectados por la Policía. La sospecha de estar frente a un asesino en serie hace que el jefe policíaco de la capital convoque a Arnar, un experimentado policía islandés que vive en Oslo para colaborar con su equipo. Un equipo que es encabezado por Kata, quien en el preciso momento en que estalla la cadena de crímenes debe enfrentar también una delicada situación familiar.
Tal como ocurre en las novelas de Ross Macdonald, la clave que permite descifrar el patrón que late detrás de los asesinatos se encuentra en el pasado. En este caso, en lo ocurrido a finales de los años 80 en un reformatorio llamado Valhalla, ubicado en el norte del país. Los motivos, los disparadores del crimen, presente casi siempre, tienen una conexión con algún hecho personal o familiar remoto. Los secretos que se transmiten al interior de las familias, los informes oficiales que se falsifican, la terquedad de los viejos policías que encubrieron los hechos entonces, todo eso es el caldo de cultivo que termina por construir al criminal del presente, nos dice la serie.
Siguiendo las huellas del mejor escritor policial islandés actual, Arnaldur Indriðason, en Los asesinatos de Valhalla buena parte del trabajo policial depende de conectar esos trazos del pasado con las acciones del presente y luego investigarlos en el terreno. Por eso buena parte de la acción de la serie termina ocurriendo en el viejo reformatorio abandonado, ubicado en el medio de la nada, al norte del país. En sus mejores momentos, Indriðason es un muy adelantado alumno de Macdonald, y está convencido de que las tragedias del presente se conectan siempre con las tragedias del pasado. Es en esos viejos archivos, en esas desconchadas y oscuras habitaciones, donde suelen estar las respuestas al drama del presente.
Si algo dejan claro las series policiales nórdicas es que, lejos de la imagen más bien idealizada que tenemos de esas sociedades, la corrupción, el crimen y, sobre todo, los juegos de poder, son moneda corriente. Las presiones “de arriba” que reciben los policías que llevan los casos son una constante en casi cada serie nórdica que he visto, y llevo varias. Sí, son democracias, pero no son transparentes. Son sociedades más igualitarias, pero la justicia no siempre llega a todos por igual.
Un elemento que acerca Los asesinatos del Valhalla a otras series del norte de Europa es el peso que tiene la vida personal en lo que sale en pantalla. Es casi el exacto opuesto de lo que dio carácter a series como La ley y el orden, en donde la vida personal y privada era intencionalmente dejada fuera de la trama. Aquí, el inspector Arnar tiene un serio contencioso con su familia por razones que la propia trama va revelando lentamente. Kata, por su parte, siendo más bien workaholica, no encuentra tiempo para su hijo adolescente, quien parece estar metido en líos. Como en las historias del mencionado Macdonald, la familia es el punto de encuentro de casi todos los hilos de la trama. O eso parece hasta cierto punto, cuando la serie pega un giro sorpresivo (por lo enredado y perverso) que le agrega un plus de interés.
Como es ya habitual en los policiales norteños, los aspectos técnicos son impecables y no hay un solo actor que no sea como mínimo solvente. Eso resulta especialmente llamativo en un país como Islandia, que tiene más o menos la misma población que el barrio de la Unión. Los protagonistas Björn Thors (Arnar) y Nína Dögg Filippisdóttir (Kata), por ejemplo, son capaces de darle a sus personajes toda la densidad dramática que necesitan para llevar la serie a cuestas.
Si algo puede reprocharse a Los asesinatos del Valhalla es cierta linealidad inicial en la exposición de los hechos. Tiene, además, cierto aire existencial y reflexivo, muy del norte, que por momentos amaga con enlentecer la trama, aunque, todo sea dicho, sin lograrlo. En cualquier caso, se trata de una serie sólida, bien actuada, de buena factura técnica, realizada en un escenario tan lejano a nuestra cotidianidad que resulta ideal para escaparse de la tensión que nuestras calles desiertas cargan estos días.