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Fantasmagórico, expansivo, genial. Este libro de la polaca Olga Tokarczuk se sale de los márgenes, de cualquier categoría, de todo intento de orden literario. Al principio tenemos unas pocas noticias de la narradora, de su infancia, algún dato de cómo se ve a sí misma y por qué se le hace difícil ejercer la tarea de psicóloga (tener que escuchar al otro y no interrumpirlo con tu propia vida, que se desborda), y acto seguido, sin que nos demos cuenta, nos engancha en una escritura hipnótica que confiesa su predilección por lo anormal, lo excepcional, por las colecciones que no están en las bibliotecas ni en los museos; por las piezas que no destacan por su valor ejemplar, por representar lo más superlativo de la raza humana, sino por haber sido ocultadas en los sótanos en frascos con formol. No es una novela, aunque se podría leer como algo unitario. Si tenemos que realizar una aproximación, tal vez lo más parecido sea calificarlo de libro de cuentos, algunos independientes, otros concatenados.
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Está claro que esta escritora tiene más que ver con Europa central que con cualquier otra zona del planeta, aunque ella se encarga de aclarar que su patria es el viaje y el estar en constante movimiento. Es una cuestión de tierra y nubosidad, quizá una cuestión de aire y luz, en todo caso algo que no resulta habitual encontrar en los escritores anglosajones, o en los franceses, o en los italianos, o en los hispanoparlantes, por poner los ejemplos más a mano en las librerías.
Inexorablemente somos cuerpos. Los cuerpos y los viajes de esos cuerpos podrían ser la constante de este libro. Y en ese movimiento, para algunos imposible —ir desde A hasta B implica antes alcanzar el punto intermedio C y así hasta el infinito—, se van desempolvando las historias. Mejor dicho: son sacadas del frasco en el cual fueron conservadas por la memoria durante mucho tiempo. Y una vez afuera, las propias historias reaccionan, se mueven, sorprenden, conmueven al asombrado lector. Si no logran este efecto, perecen, no sirven para nada. Así aparece un tal Kunicki, que ha ido con su esposa y su hijo pequeño a pasar unas vacaciones a una isla de Croacia. En cierto momento, y sin saber por qué, Kunicki pierde a su mujer y a su hijo. Desaparecen como por arte de magia. Debe acudir a la policía. Remueven la isla, hablan con gente, pero nada. Incluso emplean un helicóptero en la búsqueda. Misterio absoluto, y Kunicki que se come la cabeza y se pierde en obsesiones. Deambula por la isla antes de volver a su habitación en el hotel. Anochece. Las construcciones de la isla adquieren un aspecto tristísimo: “Nadie ha rezado nunca aquí”, dice Tokarczuk. De allí pasamos, como si fuese un subtítulo, a los viajes, a lo que implican los aeropuertos, que la escritora considera —con sus múltiples salidas y llegadas y sus tiendas y las esperas y las dormitadas de los miles y miles de pasajeros— más complejos, más urgentes, más locos que las ciudades. Los aeropuertos, con sus sinfonías de motores que despegan y aterrizan permanentemente, con las voces y los carteles indicadores de múltiples destinos, todos los posibles; con todos las razas representadas como individuos con su tarjeta de embarque y pasaporte en mano, los que se trasladan por negocios únicamente en compañía de un maletín, los que lo hacen con su familia de vacaciones, bronceados y en chancletas; los que llevan gorros de piel porque vienen del frío y se cruzan con los de camisa hawaiana y bermudas, que van en dirección contraria. En los aeropuertos los ciudadanos se disparan hacia todos los puntos del planeta. Volver a las raíces, conocer nuevos mundos, estar a 13.000 metros de altura y abrir un neceser para buscar un chicle o esperar a que la azafata llegue con el almuerzo de plástico (¿Chicken or pasta?) y la botellita de vino.
Pero también podemos dejar atrás los aviones y las pistas y las torres de control y esos enormes free shops. Y abandonar a esos extraños conferencistas que entre vuelo y vuelo les hablan a los pasajeros somnolientos o aburridos o ansiosos sobre la psicopatología y la profilaxis del viaje. Y entonces pasamos a los trenes, más diseñados “para garantizar el sueño”, dice nuestra ganadora del Premio Nobel. Trenes que se detienen en plena noche, en medio de ninguna parte y se quedan un tiempo prudente junto a la espesa niebla. Tokarczuk nos alterna las historias con datos de Wikipedia, rememora un pasaje de Moby Dick y nos presenta a un tal Eryk, que viene de un oscuro país comunista y maneja un ferry. Eryk estuvo en un carguero chileno transportando autos japoneses; naufragó con un petrolero sudafricano; sufrió una hepatitis y fue internado en un hospital de El Cairo. No vale nada así puesto: hay que leerlo. Tokarczuk se traslada con sus personajes que, a no olvidarlo, también son cuerpos —es más importante ser un cuerpo que ser un alma, dice la polaca— y por lo tanto deben conservarse. Entonces Eryk, que supo antaño de enormes barcos y de alta mar, ahora debe conducir un humillante ferry por un corto tramo, llevando lugareños y turistas, varios viajes de ida y vuelta todos los días, una porquería de trabajo, como para no caer en el alcoholismo. Ah, el viaje y los mapas y los cuerpos.
Para que sepas, dice Tokarczuk, a partir de los 30 años el cuerpo humano comienza a encogerse.
En el fondo de un pozo, en pleno día, se pueden ver la estrellas.
Ese mismo día, en todo el mundo, cumplen años más de nueve millones de personas.
El cuerpo humano contiene suficiente azufre como para matar a un perro.
Para que sepas, dice Tokarczuk. Y nos describe a los perros de Atatürk, cuando Estambul en los años 20 del siglo pasado, antes que gatos, estaba plagada de perros hambrientos que mordían, atacaban y devoraban todo lo que se movía.
Llegan los anatomistas, los embalsamadores, los conservadores de partes del cuerpo humano. Y se desprende el tímido doctor Blau, que debe encarar a la viuda bromista, fatal, de un famoso anatomista que tiene el secreto de la conservación, y dentro de esos secretos, así se lo muestra la viuda, un gato perfectamente conservado, que parece vivo ante los ojos asombrados de Blau. La viuda lo invita a sacarlo de la vitrina acristalada y abrirle la caja torácica. Se descorre el velo de la escritura y surgen otros anatomistas, como Frederik Ruysch, que tenía un anfiteatro de esqueletos y te podía desmontar en la mesa de vivisección un corazón o un hígado como si fuese un reloj, o el demente Verheyen, a quien se le había amputado una pierna que igual sentía. Es curioso como Tokarczuk pasa a otra cosa y a otra más y no ocasiona sensación de abandono, o porque sabe desarmar y coser —una gran escritora también es una gran anatomista— sin que se note la falta o porque sencillamente la historia es retomada luego, solo que debemos tener paciencia. Cada frase suya parece tener un motorcito que echa a andar sensaciones, que sugiere, que raspa y desprende poesía de dos piedras por las que nadie daría nada.
Llegamos a Los errantes, que es una experiencia única. Una mujer que sufre en su casa (por la enfermedad de su hijo, por la inutilidad de su marido) en cierto momento decide abandonar todo y perderse en el metro de Moscú. Las estaciones, el ruido de la gente al pasar los molinetes, las horas pico, el reconocimiento entre los indigentes que viven de la limosna, los vagones hacia un lado y el otro, el día que pasa y vuelve a surgir bajo la luz artificial, una suerte de movimiento continuo, perpetuo, épico y descorazonador, algo así como si Dios se hubiese ahogado en este vertedero que es el mundo, dice Tokarczuk. Después de leer este tramo, el lector no puede esperar más. Es demasiado. No se puede.
Pero hay todavía otro tramo, más subtítulos, más historias con el descubrimiento de Nueva Zelanda, con los vestíbulos de los hoteles de lujo, con el corazón de Chopin, con la vuelta de Kunicki y la desaparición de su esposa e hijo, con un catedrático experto en helenismo y una hemorragia que amenaza con inundarlo todo.
A Tokarczuk se la ha comparado con Sebald y Milan Kundera. Solo con Los errantes (Anagrama, 2019, 386 páginas) les camina por el lomo a los dos.