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    Hombre colgado

    Columnista de Búsqueda

    N° 1912 - 30 de Marzo al 05 de Abril de 2017

    Platón explicaba que el alma es la realidad, la esencia; mientras que el cuerpo es lo ilusorio, lo mortal, la mera existencia. Aristóteles puso en aprietos este dualismo y ya no proclamó como definición del hombre lo que tanto gustaba decir a su maestro saber: el hombre es un alma encarcelada en un cuerpo. Por el contrario, decía Aristóteles que cuerpo y alma son inseparables en el sentido de que el cuerpo es la materia de la que el alma es la forma.

    Le debemos a san Buenaventura combinar delicadamente esa oposición. Afirmará que por un lado el alma es forma del cuerpo, como quiere Aristóteles, pero por otro lado dice que eso de ser forma del cuerpo es lo menos importante, que se trata, en verdad, de una función secundaria porque el alma es, ante todo, una sustancia espiritual, al ser inmaterial esa alma que se identifica con el intelecto posible finalmente es inmortal, sobrevive a la muerte.

    Avicena pretendió llegar por otro camino a la transacción de san Buenaventura presentando una mirada todavía más dinámica de ese tan sensible fenómeno que es la supervivencia o inmortalidad del alma que está ínsito en el pleito de los dos maestros griegos, aduciendo que todo el problema podría reducirse a una cuestión de conciencia. Su argumento lo podría haber concebido Descartes cinco siglos más tarde; de hecho, el parentesco con la famosa demostración del trozo de cera acercado a la llama de una vela en un helado cuarto de Ámsterdam parece más que coincidente, sospechoso. Veamos de cerca la línea de razonamiento de Avicena, según una feliz imagen de la que se sirva para mostrar, ante todo, la llave dorada de la solución, a saber: fijar de manera indubitable la independencia del alma respecto del cuerpo.

    El médico árabe propone que imaginemos a un hombre suspendido, un ser humano que estuviese colgando del aire y que para agravar su condición no recibiese ninguna sensación por ninguno de los cinco sentidos externos, y que además, para mayor abundancia de su intangible soledad, no hubiera ni siquiera brisa ni temperatura; una persona, podríamos decir excediendo la imagen, colgada directamente sobre la Nada. Ese tal hombre, explicó celebérrimamente Avicena, aun con todas esas intolerables privaciones sería capaz de conocerse a sí mismo, es decir, capaz de pensar y, como después habría de postularlo Descartes, lo más importante de todo: saber que piensa. Es en este punto donde el razonamiento de Avicena brilla sin reservas y supervive a todos los escepticismos, por cuanto, para concluir de manera contundente, aplica un principio ante el que no es fácil resistirse: todo lo que se puede pensar separadamente puede existir por separado, o dicho de otra manera: a toda distinción de razón le corresponde una distinción real; de modo que yo puedo pensar el alma separadamente del cuerpo porque ni sé si tengo cuerpo en esa situación suspendida que tengo ahí, pero sé con una certeza invencible que estoy pensando, que tengo alma. Conclusión 1ª: puedo pensar el alma separadamente del cuerpo. Conclusión 2ª: luego el alma puede existir separadamente del cuerpo.

    La salida de Avicena habría encontrado fuerte rechazo en el realista que Aristóteles, para el que resulta imposible un hombre sin sentidos, suspendido anonadado en el universo. Es lo contrario, diría, de un hombre en posición de conocer por cuanto el conocimiento fatalmente comienza por los sentidos. Los escolásticos cristianos le respondieron con dureza a Avicena explicando el extremo con mucha claridad: hay, siguiendo a Aristóteles, una llamada primera intención que es el conocimiento de las cosas externas, —por ejemplo, cuando veo la catedral y oigo el clamor de sus campanas tomo conciencia de que estoy viendo la catedral y escuchando su llamado; ese acto de conciencia me conduce a lo que se denominó la segunda intención, esto es, la conciencia de que veo la catedral y escucho su apelación me confiere la nítida conciencia de que efectivamente existo. Con más claridad: el que ve es el que piensa que ve, ergo, el que existe. La clave está en que la primera intención es necesariamente hacia fuera, hacia las cosas; pero el hombre de Avicena, carente de sentidos y por lo tanto de trato con las cosas, jamás podría llegar a la segunda intención, a la conciencia. No podría pensarse.

    Sin mundo no hay pensamiento.