N° 1919 - 25 al 31 de Mayo de 2017
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn la primavera de 1912, James Joyce quiso convertir en destino su fatiga y su desdén hacia el encierro irlandés y se presentó en la Universidad de Padua a un examen para aspirar al título de maestro. Su pretensión consistía en obtener un trabajo formal que le permitiera ponerse a salvo de las infinitas inseguridades producidas por el régimen de clases particulares de idioma inglés que descorazonadamente dictaba para mantener a su familia. La esperanza estaba en apariencia bien fundada: tenía un modesto título de la Universidad de Dublín que lo acreditaba como especialista en latín moderno y pretendía que la casa mayor de Padua se lo reconociera como parte decisiva de su curriculum para acceder al grado. La condición era que la Universidad estudiaría su título y además le exigiría un examen de conocimiento de lengua del italiano y de manejo literario del inglés.
Por eso, sobre mediados de abril, se presenta ante una profesora inglesa y despectiva a mostrar sus conocimientos. Le piden dos trabajos: uno sobre el Renacimiento y la literatura, que debe escribir en lengua italiana, y otros sobre la obra o figura de Charles Dickens. Ambas piezas recién las conocemos en estos años, merced al celo de Louis Berrone, un investigador norteamericano que se internó en la Universidad de Padua a efectuar una búsqueda prácticamente arqueológica de los preciosos papeles y también formaliza un interesante estudio sobre las circunstancias y el contenido de ambos escritos en este libro que recomiendo (James Joyce en Padua, FCE, Breviarios, distribuye Gussi).
Me adelanto a señalar que tuve un golpe de asombro cuando me confronté al encendido encomio que Joyce expresa por Dickens, a quien ubica, con justicia, entre los autores importantes de su siglo y de su tradición. Viene el asombro porque no parece haber punto de contacto entre las celebraciones de uno y otro escritor, que parecen ir en direcciones no textualmente opuestas, pero sí muy distintas. Mientras Dickens juega con la minuciosa observación y esconde detrás del esfuerzo una vasta reserva de piedad, Joyce, más voluntariamente cercano del realismo en la versión de Ibsen, se mueve con mayor dinamismo y menos afán totalizador, construyendo realidad a partir de los detalles acaso más transversales del cuadro que pinta. En tanto el discurso de Dickens crea un universo homogéneo y consistente en todas sus partes, y con visibles puntos de comunicación, en Joyce el universo está como disperso en el viento, como el árbol despojado de finales de otoño que podríamos reconstruir a condición de ir juntando en lugares diversos y callejuelas inesperadas cada una de las hojas que fue perdiendo en su inútil lucha por mantener la dignidad de sus días rozagantes. Joyce, desde su rincón perfecto, ve fuego y ve luz en los bocetos tan oscuros como vívidos de Dickens y consigue transmitirlo en pocas frases exactas y felices. Al final del ensayo, la sombra de una ironía irlandesa: dice que sin duda Thackeray es más grande, más importante que Dickens, pero que los ingleses han puesto a Dickens en el trono.
El ensayo sobre el Renacimiento es menos descriptivo y acaso más concentrado. Busca situar una premisa y apoyarla con erudición y fervor. Literalmente rezaría así: el Renacimiento representa la no esperada irrupción del universo sensorial en los dominios del arte, particularmente en la literatura, donde las emociones intensas, las pasiones, los goces y sufrimientos del placer fueron primero tapando y luego corriendo la soberanía de lo espiritual y de lo simbólico que ha sido enseña de la Edad Media. El antiguo lector de santo Tomás de Aquino que supo ser, aunque posando en apóstata, no deja de sentir el vértigo que le produce la aparición de un lenguaje estético donde lo corporal resulta envolvente y aspira a la dominación. Dice que el Renacimiento “ha puesto al periodista en la cátedra del monje; es decir, ha depuesto una mentalidad aguda, limitada y formal para dar el cetro a una mentalidad hábil y difusa (como se dice en los periódicos de teatro), una mentalidad inquieta y un tanto amorfa”. El ensayo termina reconocimiento que el Renacimiento hizo mucho al “crear en nosotros y en nuestro arte el sentido de piedad a todos los seres que viven y esperan y mueren y se engañan”.
Joyce salvó este examen, pero nunca le concedieron el título. La Universidad de Padua no reconoció correspondencias con los programas de la Universidad de Dublín.