La Suprema Corte de Injusticia

La Suprema Corte de Injusticia

La columna de Gabriel Pereyra

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Nº 2155 - 30 de Diciembre de 2021 al 5 de Enero de 2022

Hacía tiempo que las cosas no andaban bien.

La vida en el asentamiento nunca fue fácil, pero se puso peor. Las changas no alcanzaban para lo básico y su cuasi analfabetismo no era una buena condición para encontrar empleo. Y a la violencia de la falta de alimento, de agua corriente, de las necesidades básicas mínimas, incluso, y sobre todo, para los chiquilines, estalló la otra violencia, la física, entre ellos, entre él y su mujer. Empezó por agresiones verbales y terminó con cosas volando. Y algún que otro golpe, compartidos. La única satisfacción era volver del requeche a tomar el mate y ver a los gurises, una alegría inocente que repiqueteaba en la casa de bloques. Hasta que un día, alentada por una hermana, ella lo denunció. Y lo denunció mal. Dijo en la denuncia que él era violento con ella y con los nenes. Dijo menos de la mitad de la verdad. Y a él un día le llegó una citación del juzgado que no entendió, porque apenas pudo comprender alguna palabra. Y llegó otra citación. Ni para el boleto tenía, ¿por qué iba a ir al juzgado si no había hecho ni más ni menos que lo que había hecho ella? Y un día cayó la Policía y fue conducido, subido a un patrullero adelante de todos los vecinos y llevado al juzgado. Allí empezaron a hablarle no solo de la denuncia, sino de una serie de obligaciones que apenas si atinaba a entender. Ni se le ocurrió pedir un abogado, porque no entendía qué pasaba y porque en el juzgado nadie le dijo que tenía derecho a uno. Ignoraba que hay algo que se llama defensores de oficio, que son los abogados de aquellos que no pueden pagarse uno. Lo había escuchado mil veces en TV cuando veía películas policiales, pero ni asoció una cosa con la otra: “Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga puede y será usada en su contra en un tribunal de Justicia. Tiene el derecho de hablar con un abogado y que un abogado esté presente durante cualquier interrogatorio. Si no puede pagar un abogado, se le asignará uno pagado por el Estado”. Esto era para él una película, pero de terror. Un mundo ajeno donde hombres de corbata hablaban de él y de sus hijos en términos complejos que nunca había escuchado. Lo único que atinaba a decir es lo que dicen todos: “Soy inocente, no le hice nada y menos a mis hijos”. ¿Abogado? No hay. Para usted, al menos, no hay. Defiéndase como pueda. La mayoría de las denuncias realizadas por mujeres contra hombres violentos proceden, son reales, y se acumulan a un ritmo de más de 30.000 por año. Pero hay muchos casos en que el denunciado es inocente. La mujer se cobra venganza y más de una vez usa para ello a los niños. “Cualquier mujer puede denunciar a cualquier hombre por casi cualquier cosa”, dijo en una entrevista con El Observador la abogada y criminóloga Marta Valfre, a quien le ha tocado asistir a este tipo de venganza judicial. Sí, también ha visto lo otro, cuando el hombre es de verdad culpable. Aquella vez, cuando él llegó al juzgado había visto a su mujer hablando con un hombre de traje que resultó su abogado. Hablaban de pie, en un pasillo. Ella llevaba a sus hijos de la mano. Hablaban a los gritos porque, como ellos, un montón de otras denunciantes pasaba por la misma situación. Así funcionan en Uruguay los juzgados de Familia Especializada. La dignidad de la gente, de niños, de familias pobres, se juega en un ambiente indigno, porque faltan salas para hablar íntimamente de la peor parte de la intimidad de gente que pasa por el momento más delicado de su vida. Un loquero de gritos. Un amasijo de pobres. A él, en el juzgado, le hablaban de restricción, de no volver a su casa, de que le pondrían una tobillera, de que ya no podría ver a sus hijos. Si hubiese tenido un abogado consigo, este le habría hecho saber que la Ley 19.580 de violencia doméstica —una de esas leyes aprobada para la tribuna y a la que no se le concedieron los recursos mínimos para que con ella se haga justicia— establece que hay que preguntarles también a los niños, en este caso a sus hijos, si quieren ver o no a su padre. Porque los niños, supuestamente, tienen derecho en este país que un día de 1990 votó en la ONU la Convención de los Derechos del Niño, pero estuvo luego una década para hacerla ley, porque, al fin y al cabo, son chicos, tienen tiempo de esperar. Al final del calvario se levantó la sesión y todos se fueron. La Policía le puso una tobillera. Sin plata para el ómnibus, volvió caminando. Volvió a donde le dijeron que no podía volver, pero él no entendió la gravedad de la situación porque nadie le explicó. Nadie que estuviera de su lado. Solo como estaba, regresó al único lugar que tenía para regresar: a su casa. Al acercarse al asentamiento la tobillera se accionó y un patrullero llegó, y otra vez al juzgado. Esta vez a uno Penal, y ahí sí le proporcionaron un abogado, pero ya era tarde: lo formalizaron y fue a la cárcel preventivamente por aquello de que la ignorancia de la ley no exime a nadie de cumplirla. Preso, sin un lugar adonde regresar, sin poder ver a sus hijos, y sin haberles hecho nada. Un hombre, una vida, destrozado por ese Leviatán que es el Estado, pisoteado hasta la indecencia y todo sin que nadie lo asistiese legalmente.

Hace unas semanas, Búsqueda informó que ante la ausencia de defensores de oficio, en la gran mayoría de los casos que pasan por los juzgados de Familia Especializada —hasta un 90% de los juicios— solo las presuntas víctimas, y no siempre, tienen asistencia legal. Los denunciados, generalmente hombres y de bajos recursos, a veces analfabetos, pasan por todo el proceso sin un abogado que los represente frente al juez.

Una brutalidad impropia de un Estado de derecho que se precie de tal. La vida de familias enteras y de niños pobres, débiles entre los débiles, son manoseadas por la injusticia y a veces por la ilegalidad, en una situación que se ha naturalizado ante los ojos de todos, según lo denunció el gremio de defensores de oficio. Los abogados defensores plantearon varias veces a la Suprema Corte de Justicia (SCJ) este atropello brutal contra los más débiles, ante el cual el organismo debió al menos amenazar con suspender las actuaciones frente a semejante violación de los derechos humanos más elementales, perpetrada en sus propios salones, donde en vez de justicia campea el atropello. Una SCJ devenida en una caricatura de lo que, como Poder Judicial, está obligada a hacer frente a la acción avasallante de los derechos individuales por parte de los otros poderes del Estado, que aprobaron una ley que no se puede aplicar en su integridad porque faltan los recursos. El Poder Judicial fue, es, cómplice de los otros poderes, el Legislativo y el Ejecutivo, que aprobaron una ley que no da las mínimas garantías a los ciudadanos. Si falla la Justicia, cae entonces el último muro de contención ante el abuso del poder político frente a ciudadanos indefensos. La situación es de tal gravedad que los pobres uruguayos que pasaron por los juzgados sin asistencia legal, podrían lograr la anulación de sus juicios si tienen un abogado. Claro, los recursos no son suspensivos y no detendrán las medidas cautelares. Luego, un tribunal de apelaciones lo estudiaría y aunque falle a su favor, ya será tarde. El afectado habrá pasado por la cárcel, habrá visto destrozada su familia, su vida. Los abogados de oficio dicen que van a denunciar esta vergüenza ante organismos internacionales. Mientras, los jueces seguirán utilizando su poder contra gente indefensa. La expresión “aún quedan jueces honestos en Berlín”, se usa mundialmente para hacer referencia a la acción del Poder Judicial contra los otros poderes y a la defensa del débil frente al poderoso. Parece que en Uruguay a más de un juez de Familia, y a la SCJ sin dudas, les está faltando algo más que honestidad profesional e intelectual, les está faltando coraje, empatía con el débil, dignidad para no seguir cometiendo la indignidad que cada día perpetran en los estrados judiciales. “Todo hombre que tiene poder se inclina por abusar del mismo; va hasta que encuentra límites. Para que no se pueda abusar de este hace falta que por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder”, dijo en su momento Montesquieu, teórico de la separación de poderes. Más de 300 años después, en Uruguay, sus ideas son utopía. Una vergüenza nacional.