La cuestión judía

escribe Eduardo Alvariza 

En el comienzo, gemidos de placer. Fuera de foco, en un sillón, una pareja hace el amor. Suena el celular. La muchacha lo atiende. Es su madre y quiere saber si asistirá al shiva de un familiar. Shiva en hebreo quiere decir “siete” y alude al período de duelo que se debe guardar ante un muerto. La muchacha confirma que irá al velorio, aunque no sabe quién ha muerto. Esas cosas pasan: la madre quiere guardar las formas, la hija lo acepta. Se despide de su pareja, un hombre mayor que ella, y antes de irse recibe dinero para “sus estudios”. Al llegar al velorio, ese clásico bufet donde los deudos comen, beben y conversan como si fuese una festividad, la muchacha descubre entre los presentes al hombre con quien instantes atrás hacía el amor. Lo que vendrá es la molesta y asfixiante situación que vive la muchacha, primero con la pesada de su madre, que la trata como a una niña, se mete con su intimidad (“Dejate de experimentar”, le dice en alusión a su bisexualidad) y de paso fustiga al padre, a quien cada dos por tres le acusa de padecer Alzheimer. Luego siguen como un azote constante otras señoras que le preguntan por sus estudios, por su futuro y por qué luce tan flaca. Después otra muchacha con quien se intuye que hubo una relación afectiva y las cosas no quedaron bien y finalmente el señor con el que hace un instante intercambiaba fluidos y ahora está en el velorio con su esposa y un hijo. Incomodidad por todas partes.

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