La delgada línea roja

La delgada línea roja

La columna de Andrés Danza

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Nº 2121 - 6 al 12 de Mayo de 2021

Lo mejor es empezar por la caricatura, en especial si es política. El humor habla mucho de un país y de su clase gobernante, y Uruguay no es la excepción. Los fanáticos no lo toleran y lo combaten y los libre pensadores lo aplauden y lo suelen poner como ejemplo. En el medio hay decenas de variantes que dicen mucho de los involucrados.

El referente más claro es Arotxa, porque es el caricaturista que mejor ha retratado los quehaceres de la política uruguaya durante los últimos 40 años. Tanto en Búsqueda a sus inicios como en El País durante la mayor parte de su carrera, realizó miles de dibujos con la irreverencia que lo caracteriza, generando risas, enfados, gritos y tormentas.

En las últimas semanas subió a su cuenta de Instagram una serie de relatos y de cartas que muestran las reacciones más variadas a su trabajo. Muchas de ellas son protestas furibundas, que incluyen a dirigentes políticos de primera línea, blancos, colorados y frenteamplistas. Son apenas una selección, entre los que se destacan, por ejemplo, el exsenador comunista Germán Araujo y Marta Canessa, esposa del expresidente colorado Julio Sanguinetti. Para conocer los detalles, basta con visitar la cuenta de este talentoso artista.

Lo de Arotxa viene a cuento como ejemplo por su reacción luego de recibir tantas “sugerencias”, críticas, halagos y presiones: no solo siguió haciendo más de lo mismo, sino que en algunos casos hasta tomó la decisión de actuar en forma contraria a lo que le pedían. “Bien de vasco”, diría él. “Bien de periodista”, sería lo correcto.

Porque Arotxa no fue el único blanco de llamaditas, cartas, mensajes y presiones de todo tipo a lo largo de su carrera. Prácticamente todos los periodistas lo hemos sido, y entre los más añosos sobran las anécdotas. Mis dos antecesores como directores periodísticos de Búsqueda, Danilo Arbilla y Claudio Paolillo, solían repetir en eventos internacionales en defensa de la libertad de prensa o en charlas informales en la redacción que únicamente dos presidentes no habían utilizado el teléfono para quejarse por la información difundida por el semanario y reclamar acciones concretas: Jorge Batlle y José Mujica. De los restantes, todos lo hicieron, contaban. Y entre ellos hubo mandatarios de los tres partidos políticos principales. Algunos pedían que rodaran cabezas y otros eran más sutiles, pero no dudaban en levantar el teléfono si se sentían perjudicados.

En los casos de Batlle y Mujica, por más que ellos no lo hicieron, algunos funcionarios de primera línea de sus gobiernos eran especialistas en transmitir descontento con algunas coberturas. Pero, además de las quejas directas desde la Presidencia de la República y su zona de influencia, las presiones también llegaban y llegan desde ministros, legisladores oficialistas y opositores, jueces, fiscales, empresarios, dirigentes sindicales, académicos, avisadores y muchos más.

Llamadores hay de todos los colores y en todos los gobiernos. Uruguay es un país pequeño y, quizá por eso, los periodistas tenemos un diálogo fluido con varias personas que ostentan un alto grado de poder. Eso genera intercambios, y también presiones. Es parte del trabajo. Tomarlas, pasarlas por la licuadora y después devolverlas con más y mejor información debería ser la respuesta. A veces no se puede, o si se hace es muy alto el riesgo de terminar desempleado. Depende de cada lugar.

Es como argumentó el editor general de El Observador, Gonzalo Ferreira, en una columna publicada el lunes 3, Día Mundial de la Libertad de Prensa: “El problema no está solo en las presiones, sino sobre todo en lo que los medios hacen con ellas”. Ejemplos como los de Arotxa hay muchos y en casi todos los medios. Si todos hicieran caso a las presiones que reciben a diario, casi ningún periodista podría seguir trabajando, y la realidad actual muestra otra cosa.

Además, la libertad es un viaje de ida y vuelta. Los periodistas tenemos que estar expuestos a críticas, o halagos, o comentarios, o intercambios o lo que sea sobre nuestro trabajo. Informamos y opinamos acerca de cuestiones incómodas como parte esencial de nuestro desempeño profesional. Es obvio que eso tiene que provocar reacciones.

Pero no todo vale. Es muy importante dejar en claro dos salvedades al respecto, que no son para nada menores. La primera refiere a los gobernantes, y está perfectamente definida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que sostiene que “en una sociedad democrática los funcionarios públicos deben estar mayormente expuestos al escrutinio del público y mostrar una tolerancia mayor hacia la crítica”.

Los periodistas somos los que nos encargamos de brindar información relevante sobre los funcionarios públicos, a quienes todos les pagamos el sueldo, y ponerlos al escrutinio constantemente. Esa es nuestra principal y difícil tarea: interpelar al poder, ser una especie de antipoder. Para lograrlo, necesitamos tener la mayor libertad posible. Es inviable conseguir ese objetivo sin las armas necesarias.

Y los que están a cargo de ejercer el poder deben —como sostiene la Corte Interamericana— tener una “tolerancia mayor hacia la crítica” que el común de los ciudadanos, periodistas incluidos. Una senadora no puede acusar a un periodista de “traición a la patria” por hacer su trabajo y después argumentar que vale la acusación porque a ella también la critican. No tiene nada que ver una cosa con la otra. Lo mismo que un presidente que señalaba con el dedo a los opositores y decía que era en respuesta a los cuestionamientos que recibía. Otro dislate.

La segunda gran diferencia es que se puede llegar a tolerar quejas esporádicas por temas puntuales que no tienen consecuencias posteriores en las tareas periodísticas. Pero el problema llega cuando esas llamadas con “recomendaciones” o “sugerencias” —presiones, en definitiva— son frecuentes y provienen desde los principales lugares de poder. Cuanto mayor sea el rango del funcionario público que lo hace, peor. La línea entre lo que no está bien pero puede ser tolerable y lo que directamente está mal y es denunciable existe y los gobernantes deberían conocerla. Es fina y resistente, como aquella “delgada línea roja” que creó el ejército británico en 1854 para resistir la carga de caballería rusa. Pero si se atraviesa es grave, y eso pasa a ser una cuestión de interés público. Es bueno que todos lo sepan.