N° 1948 - 14 al 20 de Diciembre de 2017
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáCuando Anthony Atkinson —uno de los académicos más prestigiosos en el área de Economía Pública— fue electo presidente de la Royal Economic Society en 1996 eligió un sugestivo título para su conferencia presidencial: Trayendo la desigualdad desde el frío. Durante buena parte del siglo XX, la desigualdad en la distribución personal del ingreso y la riqueza fue un tópico lateral en Economía, sobreviviendo en los inhóspitos bordes de la disciplina, cultivada por heréticos o marginada de las grandes discusiones que signaron la investigación académica por casi una centuria.
En el mundo desarrollado, la falta de consideración por los temas distributivos se explicaba, en parte, en la propia evolución de la desigualdad. Desde fines de la II Guerra Mundial hasta los últimos años de la década de los 70 no muestra cambios relevantes. Como bromeó el economista norteamericano Henry Aaron: analizar la dinámica de la distribución del ingreso era como “mirar el pasto crecer”.
En América Latina la actitud osciló entre la denuncia desde la intelectualidad de izquierda enmarcada en la tensión política de la época y la confianza en las fuerzas de mercado como superadoras de la alta desigualdad. En el primer caso, el foco estaba en la desigualdad entre clases sociales, con escasas referencias a la distribución personal del ingreso. En el segundo caso, la fe en el desarrollo impulsado por los mercados se asentaba en una hipótesis particular, conocida como la Curva de Kutznets, en honor al economista que la formulara por primera vez hacia comienzos de los años 50. Su enunciado básico puede resumirse como sigue: en las etapas primarias del desarrollo la desigualdad tiende a aumentar, producto de los cambios estructurales que implica la transición de economías agrarias hacia el mundo industrial, pero ese aumento revierte con el crecimiento económico, lo que permitiría alcanzar sociedades más ricas y equitativas. El optimismo subyacente al planteo de Kutznets no era ajeno al clima de la Guerra Fría, como él mismo se encargó de recordar al advertir que su análisis se aplicaba a la “perspectiva futura de los países subdesarrollados dentro de la órbita del Mundo Libre”.
Para muchos la preocupación por la desigualdad constituía una distracción patológica para las políticas públicas, al desviar la atención de su objetivo central: el crecimiento. En todo caso, se debería actuar para reducir adicionalmente la exposición a la pobreza extrema; pero no preocuparse por la desigualdad en la distribución del ingreso. El Consenso de Washington es una expresión tardía y casi fuera de época de esta visión.
Entumecida por su aparente irrelevancia, la investigación sobre la desigualdad fue relegada. El panorama cambió radicalmente desde fines de los 80. La desigualdad creció agudamente en el mundo desarrollado y se hizo evidente que la Curva de Kutznets no contaba con bases teóricas ni fácticas1.
En Estados Unidos el salario horario de los varones en el centro de la distribución es algo más bajo hoy que a fines de los 60. El 1% más rico entre los perceptores de ingreso se apropiaba de 7% del ingreso total, cuando actualmente llega a 23%. Los frutos del crecimiento económico de las últimas cuatro décadas no favorecieron a toda la población. El sueño americano, basado en la certeza de que los hijos tienden a acceder a niveles de bienestar superior al de sus padres, se desdibuja bajo la presión de un crecimiento dinámico, pero profundamente inequitativo. Para colmo de males, la recopilación de datos sistemáticos de largo plazo sugiere que el crecimiento no trae necesariamente buenas noticias en términos de equidad. La desigualdad no es ni inocua ni las fuerzas del mercado provocan su caída. La propia consistencia de la convivencia democrática es tensionada cuando los frutos del crecimiento no son apropiados por la mayoría de los ciudadanos.
El resultante fue la emergencia de un cuerpo creciente de literatura económica, que explora los vínculos entre desigualdad y bienestar. El cambio de clima se refleja en las campañas electorales, en la incorporación de la desigualdad dentro de las preocupaciones de organismos como el Banco Mundial o el FMI, en la eclosión de bestsellers realizados por investigadores de primera línea — el afamado libro de Piketty es solo uno de varios— e incluso en el Premio Nobel de Economía, que entre sus reconocimientos recientes incluye a dos académicos que han realizado aportes a la comprensión de la desigualdad desde una perspectiva amplia (Amartya Sen y Angus Deaton).
Construir sociedades cohesionadas implica ubicar a la desigualdad en el centro de la escena. Buena parte de las tensiones políticas modernas se anclan en problemas distributivos. Países como Uruguay, que ha logrado reducir la pobreza de ingresos de manera importante, no puede hacer abstracción de esta dimensión. Para cierto espectro de la sociedad, su presencia como dimensión clave en la elaboración de políticas sigue siendo perturbadora. Para otros es motivo de retórica, pero la práctica de evaluar las propuestas de política también desde esta perspectiva no es un proceso incorporado. Es sintomático que en el debate actual sobre reformas relevantes a la seguridad social —instrumento privilegiado entre las políticas redistributivas— su impacto sobre la distribución del ingreso ha estado prácticamente ausente.
En todo caso, no se trata de sustituir al crecimiento por la desigualdad como objetivo de política; menos aún de desconocer otros fines válidos. Sino de entender la interrelación entre dinamismo económico y desigualdad y ponderar el impacto sobre el bienestar social —en cuya consideración entra la equidad— de políticas y arreglos institucionales alternativos. No basta con mirar la expansión de la disponibilidad de recursos, sino también la capacidad de todos los ciudadanos de disfrutar de esa prosperidad.
Atkinson falleció a comienzos de 2017. Aquejado de una grave enfermedad, dedicó esfuerzo a la escritura de un último libro: Desigualdad. ¿Qué se puede hacer?, desplegando una batería de propuestas concretas. Un aporte —otro de tantos que proveyó a lo largo de su vida— para ordenar una discusión cuya importancia, ahora sí, pocos niegan. A veinte años de su conferencia presidencial, la desigualdad ha regresado del frío.