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    La era de la blasfemia

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2253 - 30 de Noviembre al 6 de Diciembre de 2023

    Hace tiempo, unos cuantos años, recuerdo haber publicado en Facebook un comentario sobre eso a lo que se le llama compromiso. Comentaba entonces que ese “compromiso” era algo que muchas veces se les reclama a personas que tienen cierta visibilidad, como los artistas o periodistas, y que en realidad no es “compromiso” sin más, sino que esos artistas o periodistas asuman los puntos de vista de quien se los reclama. Eso, obviamente, no tiene nada que ver con el “compromiso” sino con el proselitismo.

    Cada vez que se acercan elecciones, comienzan a proliferar esos reclamos y su espejo negativo: todo aquel que se pliegue a la demanda será aplaudido por la claque que se lo reclama; todo el que no se pliegue será en el acto descalificado como “enemigo del compromiso”. Esto es una tontería por varias razones. La primera y más evidente, el compromiso del artista en tanto artista es con su obra, con la calidad de esta y con los efectos que esta pueda causar en la sociedad. A veces esa obra camina de la mano del “compromiso” y logra seguir siendo arte a pesar de andar a los arrumacos con la vulgar propaganda. A veces se convierte en vulgar propaganda y deja ser arte.

    Esto último no es algo que preocupe a los militantes que exigen el “compromiso” de los artistas: no les interesa su arte sino la visibilidad que tienen sus opiniones. En ese sentido los artistas son para los militantes algo así como médiums mediáticos, un medio para difundir sus ideas y nada más. O quizá sí les interesa la obra, pero siempre como un factor subordinado al “compromiso” con la causa.

    Y eso nos lleva al segundo aspecto tonto del asunto: que un artista tenga tales o cuales opiniones es algo inherente a la vida social, pero de eso no se deriva que, por el hecho de ser emitidas por un artista o una persona mediática (acá entran también los deportistas), sus opiniones tengan un plus, un valor extra o específico. Son las opiniones de un experto en otra área (las artes, los deportes) que usualmente no tiene más que una idea promedio de los temas sobre los que se les reclama posicionarse.

    Un tercer elemento se deriva de esto último: la exigencia de tomar posición sobre todos los asuntos públicos. Si no dijiste algo sobre Marset, es que seguramente sos narco; si no opinaste sobre el penal que cobraron a favor del PSG, es que estás a sueldo de la FIFA; si no aplaudís al candidato que me gusta a mí, es que sos un esbirro del candidato que no me gusta. Bueno, no todos tenemos una posición clara sobre todos los asuntos que toman estado público en cierto momento. Algunos de esos temas son tan complejos que, para poder expresar siquiera una opinión promedio, habría que informarse mucho más de lo que uno está dispuesto a hacer. No todos se ganan la vida emitiendo opiniones y no todos tienen tiempo para informarse seriamente sobre todos los asuntos.

    Dicho esto, en tiempos más o menos recientes hemos dado un pasito más en el asunto. Ya no es que se reclame (a veces con una energía digna de mejor causa) que uno se posicione sobre tal o cual cosa. Ahora se reclama una suerte de adherencia previa, una especie de adaptación activa a la ideología de moda. Algo así como que para ser un artista al que se le puedan exhibir opiniones, antes que artista tenés que ser adherente a cierta agenda ideológica. De lo contrario, y (siempre) en nombre de la inclusión, serás excluido. Y este molde implícito viene siendo aceptado por un montón de artistas, temerosos de quedar fuera de él.

    Entonces te ponés a producir tu arte con ese molde en la cabeza, no sea cosa de no poder presentarte a tal o cual concurso público que tiene entre sus reglas la adherencia al molde. O dejar de ser seleccionado para tal o cual grilla de festivales, por culpa de no crear un arte adecuado a esa norma moral y política, que no tiene la menor relación con el hecho artístico en sí. En resumen, se plantea un molde rígido y excluyente, una especie de tubo ideológico previo por el que hay que pasar para, al salir del otro lado, ser elegible para todas esas cosas buenas que se hacen en nombre de la diversidad y la inclusión.

    Como apunta la escritora argentina afincada en Francia Ariana Harwicz: “Cada época ha tenido su adoctrinamiento, su deber ser, pero bueno, este siglo XXI que comenzó hace veintitrés años encuentra a los artistas en un estado de aceptación del adoctrinamiento, una especie de estado de pasividad donde aceptan sin demasiado enfrentamiento las consignas de la época, es decir, ideológicas. El estado de la cuestión, el estado de la cosa a nivel político es de una gran pasividad y de una gran cobardía”. Harwicz, que acaba de publicar su libro El ruido de una época, es conocida por el talante más bien punk de sus declaraciones, y en esos textos se cuestiona sobre el ruido de esta época en particular.

    Acerca del rol del escritor dice: “Parece que ahora la identidad del escritor es más importante que lo que escribe. Es un arreglo endogámico entre las partes. A los escritores del sistema, del mainstream, que están cómodos, a los intelectuales que están acomodados, les conviene afirmarse en una identidad ideológica o política determinada que les garantice que les van a convocar, que les van a publicar, que les van a premiar. Y al sistema, al mercado literario, también le conviene, porque al tener ubicados a los autores y al poder describirlos como oficialistas, opositores, de derecha o de izquierda, se garantiza que no son peligrosos, es decir, puede volverlos obsoletos. ¿Cómo va a ser peligroso un artista si es previsible?”.

    Y esa es, creo yo, la clave del entuerto. ¿Hasta qué punto un arte que no depende de los impulsos creativos en sí, sino de los parámetros ideológicos aceptados en un momento dado, puede seguir llamándose arte? ¿Cómo distinguir en esos casos a un artista de un portavoz? ¿Se le puede llamar arte a una creación que no solo no cuestiona ninguno de los límites de lo que aceptado o no en el presente, sino que además los reproduce y los promueve? ¿No es esa la tarea de los publicistas y del marketing en general? En el siglo XX esa clase de arte existió de manera aún más oficial en los países del este de Europa y se lo conoció como “realismo socialista”. A la luz de las pocas obras que han sobrevivido, no parece que fuera una gran usina artística.

    “¿Dónde está la rebelión del escritor? ¿Dónde está la transgresión? ¿Dónde está la oposición al poder? ¿Dónde está la inadecuación con una lengua oficial?”, se pregunta Harwicz y yo contesto: en los márgenes, a medio camino entre el miedo a ser defenestrado y animarse a decir lo que uno piensa. En la época del cut and paste y la edición digital, la idea de un arte original y de ruptura ya no existe. Por eso aceptamos, entre aterrados y gustosos, lo que sea que nos imponga una multinacional y nos dedicamos, serviles a los poderes esablecidos, a señalar a quien no piensa como nosotros como parte del problema y no de una posible solución. En el mar de ceros y unos en que navegamos en este siglo XXI casi no hay espacio para cualquier otro número. Volvimos a la era de la blasfemia y ni nos dimos cuenta.