N° 1950 - 28 de Diciembre de 2017 al 03 de Enero de 2018
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáAlguna gente se mueve por el mundo con la profunda convicción de ser inmensamente buena. Tan buena es que no tiene el menor empacho en desperdigar por ahí su bondad. Antes de la era de las redes y de la prensa digital, esa gente también se movía desparramando justicia y buena onda, pero su alcance era más local. Uno se los podía encontrar en el almacén, en un salón de clases, en la cancha, en la parada. Como los intercambios en esos ámbitos eran efímeros, su bondad no brillaba tanto como puede hacerlo en estos días de virtualidad permanente. Hoy, los generosos gestos del bondadoso de turno quedan en las redes o en las secciones de comentarios de los diarios durante mucho tiempo, a disposición de todos aquellos que quieran ser iluminados por esa bondad irradiada.
A veces aparecen malos que no saben bien cómo lidiar con tanta buena vibración, con tanta simpatía proto hippie o a veces directamente hippie. Suelen ser, solemos ser, gente que se resiste a la idea de que la bondad debe ser algo que nos venga impuesto desde afuera, con todo el prepo que emana de la superioridad moral de quien está convencido de pisar el camino correcto. Y así como la causa de los pueblos no admitía la menor demora, parece que ahora la bondad de los bondadosos no admite dudas ni maneras, ni matices ni leches. La bondad debe ser impuesta a todos aquellos que se resisten porque eso es lo bueno, lo que el mundo necesita. Y aquel que se salga del sendero luminoso, pum, vale todo con tal de borrarlo del mapa.
En la Unión Soviética, por ejemplo, esos díscolos eran considerados enfermos mentales, ya que solo un loco podía dejar de ver las ventajas y maravillas del régimen de partido único. Y entonces solo con electroshocks y/o trabajos forzados se podía ayudar a esas ovejas descarriadas a recuperar la razón y entender la gloria que prometía el preocupado pastor que lideraba el Politburó.
En la era de las redes la cosa cambió y no hay uno sino cientos de miles de camaradas que lideran su propio Politburó. La inmensa mayoría de esos camaradas no tienen la menor idea de qué fue la URSS y, para ser justos, tampoco de qué fue el macartismo ni las listas negras de Hollywood. Por lo general, las luces que los buenos emplean en señalar el camino al resto, les faltan cuando se trata de conocer algo de historia. Pero, desde que el contexto dejó de ser relevante y se decidió vivir en la más absoluta literalidad, la historia no importa: nadie sabe de dónde viene y por consiguiente no tiene la menor idea de hacia dónde va. Eso sí, hay que reconocer que el “bueno global” va directo a ninguna parte con la convicción de un kamikaze.
Convicción que no sería un problema para nadie salvo para ellos mismos, si no fuera por su insistencia en juzgar, atacar, insultar, lastimar y hacer moco al resto. Especialmente a quienes por convicción, por ignorancia o simplemente porque les da la gana, deciden pensar algo distinto de lo que ellos, la manada virtual, considera correcto. El “bueno global” es tan, pero tan bueno que es capaz de arruinar hasta la más justa de las causas, logrando con su acoso y su violencia desembozada unos resultados más monstruosos que aquella monstruosidad que se supone intenta combatir.
Un ejemplo pequeñito (hay cientos más grandes) fue el de August Ames, la actriz porno canadiense que se suicidó hace unas semanas. Ames, nacida Mercedes Grabowski, tenía 23 años y había comenzado a trabajar en el mundo de la pornografía apenas en 2013. A comienzos de diciembre de 2017 hizo unas declaraciones que resultaron polémicas, al afirmar en un tuit que no estaba dispuesta a filmar escenas con hombres que hubieran practicado sexo con otros hombres, destacando que lo hacía por cuestiones de salud.
De inmediato fue acusada de ser homófoba y comenzó a ser acosada violentamente por miles de keyboard warriors en las redes. Ames contestó que de ninguna manera era homófoba, que no tenía el menor problema con los gays, pero que con su cuerpo hacía lo que le parecía. Un reclamo que, por cierto, es clásicamente feminista y que ha servido (con razón) para defender el derecho de la mujer al aborto.
De poco le sirvió el argumento: a los cientos de miles de bondadosos que pululan en las redes haciendo el bien basándose en destruir gente (o al menos intentarlo) se sumaron unas cuantas publicaciones digitales, varias de ellas dirigidas al público gay. Publicaciones que en cuanto al nivel de agresión y brutalidad con que trataron a la canadiense, en poco y nada se diferenciaron de los más brutales bondadosos virtuales.
En realidad, lo que Ames mostraba en sus tuits era una considerable ignorancia respecto a cómo funcionan las enfermedades de transmisión sexual y un prejuicio hacia los gays, considerándolos, sin la menor estadística detrás, más proclives a tener y transmitir estas. Lo más notable fue que la polémica no se centró en desarmar su prejuicio sino en intentar obligarla a pedir disculpas, algo a lo que Ames se negó hasta el último instante, insistiendo con que su cuerpo era suyo y tomaba con él las precauciones que le venían en gana. Ames debió agregar, porque así funcionan las cosas en una sociedad democrática, que también sus prejuicios eran suyos y que tenía todo el derecho a sostenerlos y a guiar su vida basándose en ellos.
Esa cualidad, la de vivir inmersos en nuestros prejuicios, es general, todos lo hacemos. Por poner un ejemplo visible: los regímenes de partido único han matado muchísima más gente que el sexo con gays, que el sexo en general y que la homofobia. Y sin embargo, nadie cuestiona que en una democracia haya un montón de gente que forme partidos que intentan construir precisamente esa clase de regímenes. No debe haber una sola democracia que no tenga un pintoresco Partido Comunista en su seno.
Además de ser actriz porno, August Ames sufría depresiones. Y, joder, tenía 23 años, era apenas una guacha que quedó expuesta al odio global, ese que se extiende pestilente en nombre de la bondad y las buenas causas. En este caso, la supuesta lucha contra la homofobia. Y es que en realidad, el “bueno global” es poca cosa más que un linchador old school, ese que gozaba quemando brujas en Salem y que ahora cuenta con una plataforma infinita en la que alimentar las ascuas de lo que considera su justa hoguera. Ahí donde aparezca alguien acusado de homófobo, racista o lo que sea, que se quiten los matices.
Y aparentemente, que se quiten también los derechos. Porque Ames tenía todo el derecho a sus prejuicios. Prejuicios que en todo caso deben ser combatidos con argumentos, con datos, con información, con razones. Y es que si la inclusión no incluye a todos aquellos que piensan distinto (incluso a quienes piensan horrible), de inclusión no tiene nada más que el nombre. Pura demagogia para convencidos, pura indefensión para las August Ames del mundo.