Nº 2247 - 19 al 25 de Octubre de 2023
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn el inicio de la película Disturbios (Unrueh) cuatro mujeres hablan de su primo, Piotr Kropotkin, geógrafo, cartógrafo y teórico del anarquismo. Mientras esperan para sacarse una fotografía, una de ellas cuenta que descubrió a Piotr en un rincón del parque mirando la foto de una mujer, una revolucionaria que había degollado a un oficial inglés por intentar besarla. La mujer había sido ejecutada de inmediato.
—Pobre, pobre, Piotr. Se enamoró de la imagen de una persona muerta que ni siquiera conoció.
—Sí, pero al menos se enamoró —responde una de las primas.
Después, el diálogo se interrumpe y las jóvenes posan con sus sombrillas, aunque una de ellas elige no estar en el encuadre. El fotógrafo les pide que permanezcan quietas durante 20 segundos, de fondo se oye el tictac de un reloj. El tiempo pasa, la escena cambia y una pregunta queda flotando entre el humo difuminado por un flash de magnesio: ¿es posible enamorarse de una fotografía?
Hace algún tiempo llegó a mis manos la foto de un hombre, un indio que contempla con los ojos entrecerrados una de las piezas arqueológicas más emblemáticas de Uruguay: el ñacurutú, campana de arcilla que representa supuestamente a un búho autóctono. En el rostro del hombre están las marcas de la edad —arrugas verticales y horizontales—; su piel parece superar la antigüedad del objeto. Lleva una camisa a cuadros doblada en los puños, demasiado grande para su cuerpo, y en uno de los bolsillos asoma una cajilla de tabaco. Algo en su expresión lo mimetiza con el ñacurutú como si fueran hechos de la misma tierra, como si vinieran de un mismo mundo. Tal vez confunde la falta de colores, la imagen en blanco y negro da precisamente esa libertad para inventar los matices, y donde el papel se pinta de grises alguien podría ver las tonalidades ocres del barro.
Durante meses volví una y otra vez a la foto. El anciano apoya un dedo muy delgado sobre el cuello del ñacurutú. Deduje que el gesto era una caricia a su pueblo, a lo perdido, y así fui imaginando los sueños de ese hombre y sus recuerdos de largas tardes en el campo, rodeado de hermanos. Como en un juego de cajas chinas, él está absorto en algo que ya no existe porque la pieza de museo no le devuelve el trajinar de las mujeres ni siquiera el ulular del ñacurutú.
Por meses no supe su nombre ni el motivo de la fotografía, una verdadera rareza si se piensa en lo costoso del revelado en la década de 1950. Como Piotr, busqué momentos y lugares a resguardo para contemplar la amorosa escena con la certeza de que el hombre había muerto. Un día, al mostrar la foto ante un grupo de personas, alguien dijo que se parecía al indio Miguel. Al principio minimicé el dato, en parte porque temí que la realidad con su corrosivo poder contaminara el abrazo del indio y el ñacurutú. Sin embargo, me rendí a la evidencia cuando me mostraron otra imagen, mucho más borrosa, en la que aparece con la misma camisa a cuadros, la espalda erguida y los surcos en la piel.
El indio Miguel nació en Salto, en las cercanías de Arerunguá. Un mar de incertidumbre rodea su infancia, la fecha de nacimiento e incluso su apellido. Tenía credencial, eso sí. En una entrevista radial contó que era hijo de un charrúa y dijo amar la libertad. ¿Quién no? Después de participar en el movimiento armado de Saravia, de alguna manera vino a parar a Montevideo y de allí fue a Pan de Azúcar, donde vivió por décadas y murió probablemente sin haber regresado nunca a su tierra natal.
Si los datos son ciertos, cuando le tomaron la foto pasaba los 90. Un indio solo y viejo es un representante inofensivo, un buen candidato para la foto con el ñacurutú. En una oportunidad, cuando le ofrecieron venir a una exposición sobre la cultura indígena, dijo que no deseaba ser una rareza, y no lo era. Fue uno de los tantos pobres. De viejo recibía una pequeña pensión, además del socorro de vecinos e instituciones de la ciudad. Lo encontraron muerto junto a su cama el 12 de noviembre de 1967. Un mural y una calle en Pan de Azúcar recuerdan al indio Miguel y, de prosperar la gestión, la escuela 78 llevará su nombre.
Pero los datos biográficos iluminan apenas su peripecia vital, nada lo pinta con tanta hondura como esa imagen en la que toca por un instante el ñacurutú prestado para la foto. Y sí, la fotografía de una persona muerta puede enamorar.