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    La hora del chanta

    La bocina más famosa y molesta de la historia del cine —tari tiraturi-tiraturi— para una de las grandes comedias italianas de todos los tiempos.

    Es Ferragosto, un feriado en Italia donde antaño no quedaba ningún comercio abierto y todos los empleados que podían se mandaban mudar hacia la costa para holgazanear. Por las calles de una Roma desierta da vueltas en su Lancia Aurelia un individuo que busca algo: hablar por teléfono, cigarros, entretenimiento, compañía, joder. Es Bruno, el chanta más célebre que haya parido el séptimo arte gracias a Vittorio Gassman.

    Las cortinas metálicas de las tiendas están echadas y nuestro chanta no tiene a nadie para molestar. Tampoco alcanza a depositar la moneda en el teléfono público: estira el brazo pero una reja se lo impide por milímetros. Vuelve a montar en su Lancia, acelera y se dirige hacia los extrarradios. Y allí, en la ventana abierta de un edificio de apartamentos, se recorta el tímido y apacible Roberto, un cordero, un aplicado estudiante de abogacía que, mientras todos los romanos disfrutan a pata suelta del dolce far niente, él memoriza las leyes y trata de entender para qué fueron creadas. Ya está: el cordero que lleva el rostro de un jovencísimo Jean-Louis Trintignant ha sido detectado por el lobo, que le pide hacer una llamada desde su casa. Sube a su apartamento de un modo descarado, tan simpático como prepotente, a la italiana —es Gassman, señoras y señores—, habla por teléfono y sin pensarlo dos veces se lleva al pobre Roberto de juerga a pesar de sus dubitativas excusas.

    A comer una pizza a una trattoria.

    A bailar.

    A conocer mundo.

    Nuestro avasallador, seductor y psicopático personaje que adecuadamente fue definido como mefistofálico, acelera por las calles, los caminos y las carreteras al mismo tiempo que desprecia a quienes deja atrás:

    —¡Perdedor! (a cualquiera que camine).

    —¡Esclavo! (a un viejito que ha sacado a pasear a su perro).

    —¡Comprate una Vespa! (a un ciclista).

    Tari tiraturi-tiraturi.

    También, hay que decirlo, lanza besos y piropos a las bellas chicas.

    El pobre Roberto no viaja a gusto a semejante velocidad, se agarra de donde puede (en ese entonces no existían los cinturones de seguridad) y soporta con rostro de circunstancia y risita de compromiso las sonoras bromas de Bruno al volante, cuyo auto se abre paso, más que como un vehículo, como una auténtica forma de ser. En el tablero hay una foto de Brigitte Bardot que dice: “Sé prudente. Soy yo quien te espera en casa”.

    Prudencia. Sí, claro. Y además el Lancia porta un cartelito por si lo paran los inspectores: “Cámara de diputados”.

    Porque está en su sensible naturaleza, porque cree en las normas de la buena educación y en la cultura y con el fin de alternar la brusquedad del chanta, a Roberto se le ocurre decir mientras el viento los despeina:

    —Por aquí hay unas bellas tumbas etruscas…

    Bruno responde automáticamente:

    —Las tumbas etruscas me las paso por acá.

    Tari tiraturi-tiraturi.

    Il sorpasso, dirigida por Dino Risi, se estrenó en 1962. El guion era de Risi, con la colaboración de Ruggero Maccari y de un tal Ettore Scola, que no había debutado en la dirección pero ya tenía en su haber muchas historias para la pantalla con su firma. Por aquel entonces el cine italiano gozaba de una amplia popularidad y prestigio, sobre todo de su propio público, que era orgulloso de luminarias como Fellini, Antonioni, Visconti y Rossellini, pero prefería las comedias. Divorcio a la italiana (1961), de Pietro Germi, pletórica de humor negro, había sido un tremendo éxito en Italia y en varias partes del mundo, cosechando tres nominaciones a los premios Oscar: Mejor dirección, actuación (Marcello Mastroianni) y guion original, estatuilla que finalmente se llevó. Es que la comedia también podía, cuando estaba bien planteada, ambientada y actuada, tener momentos dignos de una obra maestra, como ocurría con la secuencia de la claraboya en la que quedan varados los atracadores de medio pelo debido a una ocasional discusión de dos amantes en Los desconocidos de siempre (1958), de Mario Monicelli, que no solo contaba con Gassman y Totó para garantizar las risas de la platea. También tenía a un Mastroianni que todavía no era muy conocido fuera de Italia, pero resultaba capaz de alcanzar un apoteósico gag chaplinesco cuando resbalaba por una pila de botellas. Monicelli les enseñó que las secuencias importantes se ruedan una sola vez y sin ensayar, la tan ansiada frescura, y por el contrario se necesitan varios claquetazos para otras tomas anodinas y generales.

    Italia tenía una gran producción cinematográfica que muchos comparaban a la hollywoodense en volumen y difusión, aunque sin llegar a sus cifras obscenas. Y también tenía peces gordos del negocio como Carlo Ponti (casado con Sophia Loren), Dino de Laurentis (casado con Silvana Mangano) y Franco Cristaldi (casado con Claudia Cardinale). Por lo visto, las divas preferían a los productores antes que a los actores, al menos para contraer matrimonio.

    Risi, como Monicelli y Luigi Comencini, no eran poetas ni artistas de la talla de Visconti, Fellini o Antonioni, pero hacían un uso muy inteligente de la observación. Fueron precursores de un realismo sucio y satírico que le agregaba al drama desolador y sin salida de Ladrones de bicicletas (1948), de Vittorio de Sica, una cuota de humor y relajamiento. Esto es Italia, señores. Además de sufrir una guerra mundial, de pasar por una crisis económica y tener pobres, sucios y feos, también somos ventajeros, conocemos las avivadas y nos comportamos como bufones, características muy reconocibles en el Río de la Plata y especialmente en el tipo arrogante del porteño. Risi, además, era psiquiatra, una disciplina de la que supo sacar jugo para otras comedias que dirigió como Los monstruos (1963), Veo desnudo (1969), La mujer del cura (1970), Sexo loco (1973) y Perfume de mujer (1974), bastante más picantes que las románticas y pacatas de Hollywood.

    Según cuenta Gassman en su autobiografía Un gran futuro a mis espaldas (Acantilado, 2004), para que se concretara Il sorpasso ocurrieron varios fenómenos: un entendimiento total con Risi, a quien también unía una entrañable amistad (hicieron 14 películas juntos), afinidad con su compañero Trintignant, total libertad para improvisar y divertirse durante las seis semanas de rodaje que insumió la película, “el atronador coche deportivo que nuestro tándem lanzaba por las calles de una Italia en la cima de la euforia económica, de la locura de la canción y la especulación inmobiliaria, del boom y la vulgaridad” (tari tiraturi-tiraturi) y, no menos importante, las sopas de pescado, los espaguetis y las tortillas de cebolla que devoraban en los pequeños restaurantes de la vía Aurelia, todo regado con buenos vinos. Allí Gassman era local, ese era su campo donde se reconocía y podía devolver lo mejor de un intérprete exuberante y magnético como pocos, fogueado en el teatro y en los dramas pesados pero mucho más cómodo en los papeles de comediante.

    Gassman baila bien apretadito con la esposa de su jefe y tiene una erección.

    —Oh, la la —dice ella.

    Y Vittorio, haciéndose el avergonzado, suelta un clásico de todos los tiempos:

    —Modestamente.

    Había que dejarlo solo, no darle demasiadas indicaciones. O ninguna. Confiar en su instinto histriónico y disfrutar desde la silla del director. Así se lo hizo saber Rossellini cuando lo tuvo en el elenco: “Vittorio, tú has comprendido a la perfección la escena. En mi opinión, cuanto más libres se sientan los actores, mejor; la presencia del director puede convertirse en un estorbo. Hagamos una cosa, yo me voy y vosotros rodáis la secuencia con toda tranquilidad”. Risi siguió el consejo del maestro del neorrealismo italiano.

    Gassman había tenido su experiencia en los Estados Unidos como actor contratado por MGM. Nunca pudo adaptarse a ese mundo tarifado según los niveles económicos: “Había fiestas para gente de diez mil dólares por semana, otras para quienes valían cinco mil, dos mil y así sucesivamente”. Conservaba muy buenos recuerdos de Robert Mitchum y Gary Cooper y muy malos de Myrna Loy y Loretta Young (“un pelmazo reaccionario”). Y al final de su carrera volvió al país de las barras y las estrellas porque a Robert Altman, con quien hizo Un día de boda (1978) y Quinteto (1979), no se le puede decir que no. Gassman amaba Nashville, una de las grandes películas de Altman.

    ¿Y Trintignant? Bueno, con sus 90 años es de los pocos sobrevivientes del equipo, y su personaje se desarrolla con respecto a Bruno generando las mismas sensaciones que en el espectador: un enorme fastidio al principio por ese chanta que lo ha sacado de su ambiente, luego un resignado acostumbramiento y al final un decidido cariño. Quizá Trintignant también se haya sentado en una silla durante el rodaje para admirar los despliegues de Gassman.

    Il sorpasso es calificada como una comedia dramática, un término que en general se emplea con ligereza pero en este caso adquiere real precisión. Hay de todo: humor, costumbrismo, apuntes sociales y sobre todo psicológicos. Es un viaje iniciático en el cual Bruno también ilumina con cosas buenas al tímido Roberto (las dos escenas familiares son elocuentes) y prefigura un cine de carreteras plagado de personajes extravagantes, bares de paso con máquinas de cigarros y jukebox (una modernidad que hoy suena tan demodé como exquisita), canciones populares (¡en el auto deportivo se pueden escuchar discos!), vértigo y pequeños escándalos, así como confesiones en reposeras bajo un cielo de estrellas antes de que una multitud estalle en la playa a la mañana siguiente con sus sombrillas y heladeritas, una transición que Risi resuelve automáticamente en una de las mejores escenas de la película.

    Y nos recuerda que el chanta también puede tener un lugar entre los héroes del cine.