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    La llamada, de Leila Guerriero: lúcido retrato de una sobreviviente

    La periodista argentina entrevistó durante meses a Silvia Labayru, militante montonera secuestrada en la Esma y rechazada en el exilio

    Tiene una hija que es médica en Escocia, un hijo músico en Estados Unidos, amigos, una casa y propiedades en España, a su padre y una pareja en Buenos Aires. Al padre lo visita en un geriátrico y con su compañero comparte amor, lecturas, viajes y paseos en bicicleta. Pero tiene una historia que comienza bastante antes y que hace temblar.

    Al subir al avión que la llevaría de Buenos Aires a Madrid, Silvia Labayru, entonces una joven recién liberada luego de haber estado secuestrada 18 meses por su militancia guerrillera en Montoneros, se creyó a salvo del infierno. Salía de la Escuela de Mecánica de la Armada (Esma), el mayor campo de concentración y exterminio de Argentina.

    Era junio de 1978. Mientras la Junta Militar daba los últimos toques a la preparación de la gran operación propagandística que fue el Mundial de Fútbol, a la muchacha la esperaba un segundo e imprevisto calvario: soportar el rechazo por haber sobrevivido y ser una de las personas, junto con alrededor de 200, que no habían sido lanzadas al fondo del río en los vuelos de la muerte como ocurrió con 5.000 detenidos de la Esma.

    El 4 de mayo de 2021, en plena pandemia, la periodista Leila Guerriero, que era una niña cuando se produjo la parte más tremenda de la tremendísima historia de Silvia Labayru, comenzó a grabar entrevistas con ella para escribir lo que luego tituló La llamada. Un retrato (Anagrama, 2024).

    Son 430 páginas en las que se cuenta el antes, el durante y el después de la Esma en la vida de Labayru y su entorno. El lector tendrá desde el principio un bosquejo del recorrido que le espera: “Adolescencia en el Colegio, militancia en Montoneros, secuestro, tortura, parto, entrega de la niña a los abuelos, exilio en España, repudio por parte de otros sobrevivientes y organismos de derechos humanos”. Luego vendrá la vida “normal”, que incluyó nuevas parejas y participación en juicios a militares como denunciante.

    Según cuenta en las primeras páginas del libro, la periodista estaba leyendo la edición dominical del diario Página 12 cuando se topó con una foto y una nota que no quiso pasar por alto. Guerriero vio entonces por primera vez “un rostro sofisticado, esa clase de belleza felina que da, a algunas personas, el aspecto de una pieza delicada un poco salvaje”, una tipa “delgada, con una voluptuosidad natural”, que estaba allí, “ostentando el desparpajo de quien se ha sentado muchas veces en el piso sin perder el tiempo”. Enseguida leyó acerca de esa mujer —entonces de 64 años que no aparentaba— que había parido a su hija encima de la misma mesa donde poco antes la habían torturado.

    Parecido a lo que ocurrió con la tupamara Yessie Macchi (Fin de Siglo, 2000), cuya historia está contada en un libro de Silvia Soler, Labayru ofrecía un material muy atractivo porque, sin ser una jefa en un tiempo en el que mandaban hombres, no había pasado desapercibida por varias razones: el embarazo de cinco meses ya mencionado, el hecho de que, igual que Macchi, fuera hija de un militar y porque, además de ser muy hermosa y andar con una pistola al cinto, Mora, como la conocían en la clandestinidad, pertenecía a Inteligencia de Montoneros de la capital, al frente de la cual estaba el periodista desaparecido Rodolfo Walsh.

    Pero había otro factor: una vez chupada en la Esma, luego de pasar por la tortura sin hablar, la habían utilizado no solo como esclava sexual, sino también como cobertura del oficial de la Armada Alfredo Astiz, que se había hecho pasar por un tal Gustavo Niño, supuesto familiar de un desaparecido, para infiltrarse en la organización Madres de Plaza de Mayo.

    Debido a ese “pedido” al que no se podía negar si aspiraba a mantener la esperanza de salvar la vida, Labayru había quedado ligada a la mundialmente famosa desaparición de las misioneras francesas Alice Domon y Léonid Duquet y de varios integrantes de la organización de Madres, entre ellos, la fundadora, Azucena Villaflor, a manos del siniestro Grupo de Tareas de la Esma.

    Esa experiencia brutal a sus 20 años explica también que bastante antes de que Página 12 recordara el caso de esta sobreviviente Miriam Lewin y Olga Wornat la hubieran contactado para su conmovedor libro Putas y guerrilleras. Crímenes sexuales en los centros clandestinos de detención. Las historias silenciadas. Una guerra sin fin (Planeta, 2014).

    Labayru les relató a Lewin y Wornat que un día la mandó buscar Jorge el Tigre Acosta, el jefe del campo, y le dijo: “Mirá, llegó el momento de que te pongas linda, que pierdas peso, que te cuides. Vos no pusiste los dedos. No colaboraste. Más allá de lo que vayas a hacer con tu vida después, necesitamos que nos demuestres que estás recuperada. Que nos des una prueba de que no te caemos mal. Tenés que elegir a alguien, vos me entendés. Yo me postularía, pero soy muy grande para vos. Elegí vos a quien vas a querer…”. También les explicó cómo había sido el vínculo con su violador y la forma en la que luego había quedado involucrada con la infiltración de Madres.

    Ocho años después, con Guerriero, se animó a revelar más: el oficial que la violaba (Alberto el Gato González, a quien denunció) también la llevó unas cinco veces a su casa y la obligó a hacer un trío en la cama junto con su esposa, que sabía perfectamente que se trataba de una detenida.

    Del pavor de Núñez al limbo madrileño

    El libro recuerda que la Esma fue un sitio de instrucción militar que luego del golpe de marzo de 1976 se convirtió en centro clandestino de detención, el más grande de los alrededor de 700 que operaron en todo el país, y que recién en 2004, durante el gobierno de Néstor Kirchner, dejó de pertenecer a la Armada para convertirse en un sitio de memoria (que la vicepresidenta Victoria Villarruel se propone desarmar).

    También deja claro que los integrantes de Montoneros no eran unos santos inocentes y que la Silvia Labayru mayor se sintió abandonada por la organización y que piensa: “Por suerte no ganamos”.

    Guerriero resalta que en la Esma no regían normas ni había garantía alguna. “Los motivos por los cuales el destino era uno u otro (morir o vivir) son oscuros y terminan en el mismo callejón: no se sabe. La arbitrariedad garantiza un pavor perfecto, infinito”, afirma la periodista sobre lo que pasaba en el casino de oficiales de ese predio de 17 hectáreas ubicado en Núñez, cerca de la cancha de River Plate.

    Las operaciones estaban al mando del almirante Emilio Massera, uno de los tres miembros de la Junta que gobernó el país hasta 1983. Y a diferencia de los demás centros clandestinos, este de la Armada se mantuvo hasta el final produciendo desde informes de inteligencia para proyectar —sin éxito— la carrera política de Massera hasta documentos falsos.

    Entre las explicaciones de por qué la joven quedó en el pequeño grupo que no fue arrojado al Río de la Plata, además de dosis de suerte, habilidad y belleza, figura una llamada que hizo el Tigre Acosta al padre de la secuestrada, el 14 de marzo de 1977. Él la creía muerta hacía tres meses, así que, antes de saber quién hablaba, comenzó a insultar a Montoneros y a hacerlos “responsables morales” de lo ocurrido a su hija. Las puteadas del aviador Labayru, al que los marinos creían simpatizante de la guerrilla nacida en el peronismo, habrían salvado la vida de Silvia.

    Cuando ella llegó a Madrid, poco después de haber sido liberada, la relación con sus padres —Beatriz Brignoles y Jorge Labayru—, que antes había sido tensa, comenzó una etapa de buen relacionamiento, de cariño y protección. El problema mayor, sin embargo, además de aprender a relacionarse con su hija Vera, lo tuvo Silvia con sus excompañeros. Había sobrevivido y fingió ser la hermana de Astiz: eso se convirtió en un enorme estigma que no la abandonó. Para mitigar un poco esa pesada carga, durante un tiempo dejó la capital de España y se instaló en Marbella. Después tuvo una pareja argentina que la protegió bastante de sus compatriotas. Estudió psicología y se recibió, pero no pudo ejercer. Nadie le iba a pasar pacientes, comprendió finalmente. Aislada de sus paisanos, se casó con un español, tuvieron un hijo y se dedicó a trabajar en la venta de publicidad. Al enviudar, 30 años después, retomó el vínculo con el psicoanalista Hugo Dvoskin, su viejo amor de las épocas del preuniversitario Colegio Nacional de Buenos Aires, quien la llevó a pasar más tiempo de este lado del Atlántico.

    Una de las cosas que destaca el libro es la firmeza y la serenidad que demostró Labayru al repasar su vida durante un año y siete meses: “Solo en dos ocasiones, una en el otoño de 2022 durante un encuentro en mi casa y otra en el verano de ese año, en un audio de WhatsApp, tendrá la voz estrangulada: por la angustia primero, por la pena, después”.

    El método Guerriero

    Como en el caso del bailador de malambo Rodolfo González Alcántara (Una historia sencilla, 2013) o del pianista Bruno Gelber (Opus Gelber, 2019) en esta investigación, el periodismo narrativo que hace Leila Guerriero la llevó a involucrarse a fondo, a grabar muchas horas de entrevistas o conversaciones y a observar bien los entornos y las reacciones para tratar de llegar a la esencia a través de los detalles, al fondo de las cosas para construir un retrato veraz, que también la retrata un poco a ella.

    La Llamada recuerda por momentos a HHhH (Seix Barral, 2011), donde el francés Laurent Binet, camino a contar la historia de los checos que mataron al SS Reinhard Heydrich en Praga, “uno de los actos más notables de resistencia de la historia humana”, explica cómo este episodio de la Segunda Guerra Mundial le había llegado por su padre, o los vínculos con su novia, en medio de la investigación en Eslovaquia. O también más acá, en V13, cuando Emmanuel Carrère es cada tanto protagonista secundario de una crónica judicial extraordinaria, como lo es también en la biografía novelada Limonov.

    Claro que Guerriero ha advertido más de una vez que ella no es, como Tom Wolfe y muchos periodistas del siglo pasado en Estados Unidos, alguien que vive de la profesión soñando en irse a escribir su gran novela. Ella reivindica el periodismo narrativo como su forma de expresión en las historias que elige. Lo hace en general sin plazos, buscando llegar al hueso y sin renunciar a mostrarse ella misma ni apartarse, con neutralidad, de lo que viven o han vivido los retratados. ¿Importa si en la casa donde ella se encuentra con Silvia Labayru hay una mesa redonda, sillas Thonet, o si la entrevistada ofrece café o vino y la periodista casi siempre acepta apenas agua?

    El texto avanza y retrocede. Analiza y explica. Repite algunos conceptos, como que nadie le pregunta por la tortura y que cuando ella relata su experiencia casi todo el mundo habla de la suya. Dice Guerriero: “Cuenta reiteradamente de la misma manera. (…) Pero sé también que, en medio de ese aluvión un poco rígido, en algún momento una espiral genuina asciende, una columna de luz, y entonces ella entra en torrente y me habla de aquel mastín napolitano que pudo matarla, de aquellas mañanas que llevaba a Vera al colegio con la ventanilla baja y Angie a todo volumen en el estéreo de un BMW color verde manzana, de su terror a que todo esto acabe demasiado rápido, ahora que, al fin, empezó”. Mientras, su entrevistada solo necesita una cosa: “Todo lo que pido es tiempo. Tiempo”.