La pintura, la escena y la cámara

escribe Javier Alfonso 

Sobre un piso de parqué yace el cuerpo sin vida de una mujer joven, vestido con un camisón blanco y con los brazos hacia atrás. A un lado, una estufa a gas, y al otro una taza y una cuchara tiradas. Su piel, sudorosa, luce ese inefable y cadavérico tono cercano al ocre. En la puerta de la habitación, dos médicos (o enfermeros) cubiertos con mamelucos sanitarios blancos de fibra TNT y tapabocas naranjas. Uno de ellos se quita el sombrero en señal de reverencia ante la presencia de la muerte. Al fondo, un hombre reposa en la cama. Tiene muy mal aspecto, ojos cerrados y torso descubierto. Una mujer joven, descalza, posiblemente familiar, mira azorada a los hombres de blanco. Detrás del marco de la puerta, dos personas aprecian la escena. Una mujer, con un celular en la mano, trata de sacar una foto de la muerta, a través del reducido espacio entre los médicos. Abajo, agachado, un hombre de traje, peinado a la gomina, y con una banda a franjas azules y blancas cruzada en el pecho, y el codo apoyado en un maletín, mira en silencio. Como en la obra original, la luz viene de la calle y genera una tétrica escena en claroscuros.

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