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    La profesión de actor

    Columnista de Búsqueda

    N° 1862 - 14 al 20 de Abril de 2016

    , regenerado3

    El escritor Oscar Wilde —que escribió para la escena pero nunca subió seriamente a un escenario— decía que desde el punto de vista del sentimiento el modelo de todas las artes es la profesión de actor. Más de una vez me he preguntado por esa extraña afirmación que precede a las fantásticas páginas de El retrato de Dorian Grey y que es casi una boutade; me he dicho que esa respetable profesión no parece equipararse a la música, o a la literatura y la pintura, o la escultura, artes donde los sentimientos pueden alcanzar grados de hondura y de perfección que rebasan con mucho los límites emocionales de la vida real.

    Pero a poco de avanzar en el estudio de la literatura advertí la precisión de las palabras de Wilde. La palabra empatía me resultó pobre, por demasiado acotada, para encerrar lo que Wilde quiso comunicarnos; es cierto, el actor se pone en el lugar del personaje, lo comprende, ve qué le duele, qué teme, qué espera, qué piensa, a qué juega exactamente en las circunstancias en las que está viviendo. Hasta ahí la empatía encaja sin violencia. Pero hay algo mucho más sustancial y dinámico que la simple comprensión; el actor presta su cuerpo, sus gestos, los ritmos íntimos de su respiración y de sus tensiones, las inflexiones y colores de su voz, la luz de su mirada para que el personaje sea posible; y da aquello que no se puede dar a condición de dejar de ser: el movimiento de deslizamiento hacia el futuro que implica todo acto vital, que nunca es una afirmación sino una proyección, que no registra sino que imagina, se debate siempre con trazas de porvenir.

    Creo que Oscar Wilde definitivamente se refería a esto y no a la afamada versatilidad empática, que es una destreza digamos esperada y básica del actor, pero que en rigor no es su condición honda, decisiva; su inefable fuente de identidad. Y creo, también, que no pensaba en la profesión de actor como faena que se agota en la apropiación de un personaje y la consiguiente representación ante el público, sino en la profesión de actor como la justa naturaleza del artista que inventa un mundo y es capaz de habitarlo con tal sinceridad y entrega que el mundo del que parte queda excluido totalmente de su realidad pues solo existe para él ese señorío absoluto que es la fábula, una totalidad suficiente de universo que es madre de todas las verdades. Es aquí donde vislumbro la clave: la profesión de actor para el escritor Wilde es la que se necesita para ejercer la profesión de escritor; no es posible concebir una historia y urdir trama que sean creíbles, que puedan debidamente secuestrar el escepticismo apriorístico del lector sin unos personajes que sean tan portentosos como para imponerse sin resistencia en medio del espacio narrativo y hacer el vacío de realidad que lo deja como centro de todo lo que existe.

    Quiero decir: el arte de la literatura necesita imperiosamente del arte de la actuación más que de cualquier otra especialidad; el artista que escribe para poder presentar el sufrimiento y la esperanza y la perplejidad, el llanto o la culpa, la veleidad y el fuego, ha de sentir todo ello profundamente y encontrar las palabras que sugieran, que indiquen sin correr demasiado el velo, todo lo que bulle en una vida arrojada a enfrentarse a los combates grandes o pequeños, pero siempre dramáticos, que los hados le han deparado. La encarnación del personaje que debe efectuar el escritor no es en sentido groseramente carnal, descriptivo, superficial, sino en sentido de avatar, de ocasión del alma para cumplir o intentar cumplir cabalmente con su suerte, con su destino.

    Desde esta óptica tal vez resulte inteligible aquella magia que nunca terminaremos de explicar que nos hace vivir como propias las desventuras y la ilusión de Ulises, abandonado en inciertos mares y tan lejos de su casa; o la negra noche de Macbeth cuando descubre que ya no puede detener el horror que ha puesto en movimiento, o la mirada vidriosa, pero inocente, de Desdémona que nunca entendió qué hacia el almohadón en las manos de Otelo; o a aquel par de estrofas del final del Martín Fierro, que tanto emocionaban a Borges: “Cruz y Fierro de una estancia/ una tropilla se arriaron;/ por delante se la echaron/ como criollos entendidos,/ y pronto sin ser sentidos/ por la frontera cruzaron./ Y cuando la habían pasao,/ una madrugada clara/ le dijo Cruz que mirara/ las últimas poblaciones,/ y a Fierro dos lagrimones/ le rodaron por la cara”.