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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáBúsqueda me cedió amablemente sus páginas, unas semanas atrás, para mis comentarios sobre La prueba en los delitos sexuales. En los que acompañaba las certeras precisiones del profesor Alejandro Abal.
No tardaron en llegarme las previsibles preguntas de algunos amigos (que serán, supongo, los únicos que leen estas notas). Todas las preguntas eran del mismo tenor: ¿será que eres amigo de Penadés? ¿Estás saliendo en su defensa?
Pues no. No soy amigo de Gustavo Penadés. No lo conozco. Nunca hablé con él. Nunca lo vi personalmente, lo vi solo algunas pocas veces en informativos de televisión (hecho poco usual en mí, ya que en ninguna de mis residencias los televisores están conectados).
Y, desde cierto punto de vista, el destino y vida del senador Penadés me importan un bledo. Y digo desde cierto punto de vista porque, en algunos otros sentidos, me importa mucho su peripecia. Por mí, por mis hijos, por mis nietos y por los que vengan más adelante. En otras palabras, por el Uruguay en que vivo y en que vivirán ellos.
Nunca pude dejar de tener bien presente la sabia admonición de los versos del pastor alemán Niem?ller (indebidamente atribuidos a Bertolt Brecht): “Cuando vinieron por los comunistas, guardé silencio. Yo no era comunista. / Cuando vinieron por los socialdemócratas, guardé silencio. Yo no era social demócrata. / Cuando vinieron por los sindicalistas, guardé silencio. Yo no era sindicalista. / Cuando vinieron por los judíos, los negros y los gitanos, guardé silencio. Yo no era ni judío, ni negro ni gitano. / Cuando vinieron por mí… ya no había nadie para defenderme”.
He leído algunos cientos de versiones de esto, pero en lo sustancial son idénticas.
Y lo cierto es que en el “caso Penadés” estamos asistiendo a un penoso espectáculo que hace rememorar los ominosos tiempos del Tribunal del Santo Oficio (más conocido como la Inquisición española). Y es que este episodio da para mucho en cuanto a reflexiones de orden general. Mucho más allá del caso particular de esta persona (sea inocente o culpable).
Hegel decía que la historia se repite dos veces. Y Carlos Marx (en su ensayo El dieciocho brumario…) agregó que lo hace dos veces, la primera, como tragedia y, la segunda, como farsa. La frase es ingeniosa, brillante y mordaz. Pero no es verdadera. Las tragedias muchas veces se repiten como tragedias. Y hasta como peores tragedias. Mucho más acertado fue el filósofo español Jorge Ruiz de Santayana: “Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”.
Y muchas veces la repiten como lo que fue antes: una tragedia.
No dudo de que este episodio de Penadés nos está indicando que se está gestando otra tragedia similar. Por haber olvidado nuestra historia.
En aquellas líneas me refería a la técnica de manipulación de lenguaje con que operan los partidarios de la ideología de género. Plasmada en algunas lamentables leyes vigentes.
Mencionaba el cambio deliberado de significado que se da al vocablo víctima. En lo que coincido plenamente con el profesor Abal. Seguir sus pasos es señal de firme posibilidad de estar en lo cierto.
Pero hay que observar que en estos asuntos hay otro procedimiento de manipulación del lenguaje aún peor. No he visto que nadie lo haya señalado como tal. Y me refiero al uso de los vocablos denunciante y testigo.
Esa siniestra técnica, de la cual esto a que me refiero es ejemplo muy preciso, fue descrita en forma insuperable por George Orwell:
“Neolengua era la lengua oficial de Oceanía y fue creada para solucionar las necesidades ideológicas del Insoc o socialismo inglés. La intención de la neolengua no era solamente proveer un medio de expresión a la cosmovisión y hábitos mentales propios de los devotos del Ingsoc, sino también imposibilitar otras formas de pensamiento (cualquier parecido a los fanáticos de la ideología de género, agrego yo, no es mera casualidad). Lo que se pretendía era que la neolengua fuera adoptada de una vez por todas y la vieja lengua olvidada. Y que cualquier pensamiento herético, es decir, un pensamiento divergente de los principios del Ingsoc (o fanatismos similares, agrego yo) fueran literalmente impensables, o por lo menos en tanto que el pensamiento depende de las palabras. Su vocabulario estaba construido de tal modo que diera la expresión exacta, y a menudo muy sutil, a cada significado que los miembros del partido quisieran expresar, excluyendo todos los demás sentidos, así como la posibilidad de llegar a otros sentidos por métodos indirectos. Esto se conseguía inventando nuevas palabras y desvistiendo a las palabras restantes de cualquier significado heterodoxo y, a ser posible, de cualquier significado secundario. Por ejemplo, la palabra libre aún existía en neolengua, pero solamente podía utilizarse en frases como ‘este perro está libre de piojos’. No se podía usar en su viejo sentido de ‘políticamente libre’ o ‘intelectualmente libre’, ya que la libertad política e intelectual ya no existían como conceptos y, por lo tanto, necesariamente dejaban de tener nombre. La finalidad de la neolengua no era aumentar, sino disminuir el área del pensamiento” (de 1984, apéndice).
Este preciso esquema se adecúa íntegramente a la deformación del vocablo víctima que nos viene imponiendo la ideología de género.
También al vocablo testimonio. Con la misma técnica y con la misma insidiosa finalidad.
Se dice, y se repite hasta la saciedad, que hay al menos, 11 testimonios contra Gustavo Penadés de personas que denuncian haber sido víctimas de sus costumbres sexuales.
Yo no sé si hay otros testimonios aparte de estas 11 posibles o eventuales víctimas. Otro temita no menor. Pero lo cierto es que esas 11 declaraciones no son 11 testimonios. Llamarlas testimonios es mentir con toda la boca. No lo son. Quien declara relatando los hechos que dice haber sufrido como víctima de un delito no es un testigo. Y si no es un testigo, su declaración no puede ser un testimonio.
La legislación procesal, la jurisprudencia y la doctrina jurídica han señalado siempre esas diferencias. Que radican, esencialmente, en la ajenidad del testigo. Alcanza con apreciar que nunca diremos que la declaración de quien denuncia una rapiña sea un testimonio. Lo llamamos denunciante y a su declaración, denuncia. Pero la cosa cambia si se trata de delitos sexuales o de violencia de género. Porque ahora, siguiendo a la Nueva Inquisición, le cambiamos el nombre. A lo que era correctamente denominado como denuncia se le llama ahora testimonio.
O sea, exactamente lo que no es.
Bien nos recordaba George Orwell que, en su imaginaria Oceanía, al Ministerio de la Guerra se lo denominaba Ministerio de la Paz; al Ministerio de Propaganda, Ministerio de la Verdad; y al Ministerio de Producción, Ministerio de la Abundancia (aunque esta última denominación no era, en realidad, tan desacertada; pero la única abundancia que generaba, como todo buen régimen socialista, era la pobreza, el desabastecimiento y la miseria).
Llamar Ministerio de la Paz al Ministerio de la Guerra es exactamente lo mismo que llamar testimonio a la declaración de quien denuncia haber sido víctima. Y la función de la manipulación verbal es similar: en un caso, hacer creer que no había belicismo intransigente en el gobierno; en el otro, inducir a creer que hay un delincuente. Porque 11 testimonios pueden ser prueba de ello, pero 11 denuncias solo prueban que hubo 11 denuncias. Nada más.
Como se puede apreciar fácilmente, es el mismo objetivo que hay para cambiar el sentido del vocablo víctima: eliminar el principio de inocencia en materia de delitos sexuales. Al inicio, al menos. Luego se verá por donde se continúa… Porque en esto sí que rige el consejo que el Che Guevara dio a los uruguayos en la Universidad: “No se olviden nunca de que se puede saber cuándo comienzan los tiros, pero no cuándo terminan”. Ni, agrego yo, cuáles serán la intensidad y los destinatarios de los tiroteos. Por cierto, creo que debe ser la única oportunidad en que he concordado con aquel siniestro personaje.
Me refería antes a “un temita no menor”. El acusado de delinquir no conoce quiénes son los denunciantes. Ni sabe quiénes son los testigos. Ni siquiera sabe si existen o no.
Hemos olvidado nuestra historia. Porque en la Constitución nacional sigue estando presente el artículo 22 (115 en la de 1830), que prohíbe en forma categórica las pesquisas secretas.
Esta norma tiene su historia. Que los uruguayos estamos olvidando. El hecho es que la sociedad colonial era sumamente opresiva. Mucho más de lo que podemos imaginarnos actualmente. Y si eso sucedía en todo el orbe, en el mundo hispano era aún mas ominoso. Herencia de los reyes católicos y de Felipe II, quienes inventaron y desarrollaron la Santa Inquisición como arma política para asegurar la unidad y fortaleza del reino (“Una espada, una religión, un reino”).
Es cierto que en esta parte de Sudamérica no hubo ejecución de “relajados” por garrote vil o por la hoguera (al menos que yo sepa; he leído solo de algunos intentos frustrados de instalar un tribunal en Buenos Aires en el año 1620). Pero sí hubo quemas en Lima y México. Y el olor a chamusquina fue lo suficientemente fuerte como para superar distancias y hasta la cordillera de Los Andes.
Al inicio del siglo XIX comenzaron a propagarse en nuestras tierras las ideas liberales que provenían de Norteamérica y Europa. Donde lograron terminar con el horrendo Tribunal del Santo Oficio. Así lo hizo la Constitución de Cádiz de 1812, en lineamiento que siguieron nuestros constituyentes de 1830.
El artículo 301 de la Constitución de Cádiz dispone así: “Al tomar la confesión al tratado como reo se le leerán íntegramente todos los documentos y las declaraciones de los testigos, con los nombres de estos, y si por ellos no los conociere, se le darán cuantas noticias pida para venir en conocimiento de quiénes son”.
Nuestros constituyentes impusieron esa misma norma con lenguaje más conciso, pero no por eso menos categórico: “quedando abolidas las pesquisas secretas”. Quien deba interpretar este texto deberá hacerlo a la luz del contexto histórico y del antecedente de la Constitución de Cádiz.
Estamos olvidando nuestra historia. Y por eso corremos riesgo de repetirla. Obviamente, no estoy expresando la tontería de asimilar nuestra Fiscalía o nuestro Poder Judicial al Tribunal de Santo Oficio. Más que una irreverencia o un agravio, sería meramente una estupidez. Al fin de cuentas, no hacen más que cumplir con las leyes que sancionaron legítimamente nuestros representantes en el Parlamento. Mi discrepancia no va con ellos, sino con esas normas legales vigentes (que también están muy lejos de las prácticas del Santo Tribunal).
Pero, como no me olvido de los versos del pastor alemán, tampoco me olvido de los consejos del Che Guevara: “Se sabe cuando comienzan los tiros, pero no se sabe cuándo, cómo y dónde acaban”.
Enrique Sayagués Areco