La ruta de los muertos

escribe Eduardo Alvariza 
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Fue una de las grandes obras del camarada Stalin porque en esa zona había potenciales yacimientos de oro. Y como la Unión Soviética también tenía grandes yacimientos de contrarrevolucionarios, Stalin mató cientos de miles de pájaros de un tiro. Al tiempo que se instalaban en la zona de Kolimá unos 80 campos de concentración llamados gulags, los propios presos construirían a partir de 1932 una carretera que en definitiva serviría para unir dos ciudades, Magadán con Yakutsk. Son más de 2.000 kilómetros de ruta en la región del este más fría de la madre Rusia, con temperaturas extremas de 70º bajo cero en invierno, entre el mar de la Siberia Oriental y el mar de Ojotsk. Mediante picos y palas los prisioneros cavaron este monstruoso camino siberiano, y los que se morían en el intento eran enterrados bajo la misma carretera, sirviendo con sus huesos como argamasa para la piedra y la tierra congelada. El nombre técnico de la autopista es M56, pero se la conoce sencillamente como la Carretera de los Huesos o La Ruta, para ser un poco menos fúnebres.

El periodista polaco Jacek Hugo-Bader (1957) decidió recorrerla no en moto, no en auto, sino haciendo dedo y apelando a la buena disposición de camioneros o transeúntes motorizados que se apiadasen de un pobre hombre libre, a merced del frío, de los osos hambrientos que pululan por el lugar o, lo que es peor, del interminable desfile de fantasmas que acechan a los vivos, porque los pocos prisioneros que sobrevivían a los campos de exterminio —perdón: de reeducación— y recuperaban la libertad no tenían fuerzas ni esperanzas para ir a otro lado y allí se quedaban, en un pueblo perdido en la nada, en una cabaña con cuatro palos en plena taiga, pensando en la osadía contrarrevolucionaria de haber llegado tarde al trabajo o haber robado del koljós una botella de leche para alimentar a sus hijos, delitos que podían acarrear entre 10 y 25 años de encierro en un gulag. Así nace este apasionante libro periodístico Diarios de Kolimá. En autostop por la Rusia extrema (La Caja Books, 2018, 339 páginas), que recoge testimonios en el camino de personajes sobrevivientes, malvivientes y descendientes de los prisioneros, toda una sinfonía de voces desgarradoras y desgarradas.

Debemos tener en cuenta dos cosas: Jacek Hugo-Bader es un periodista duro de roer, ya había encarado empresas imposibles como recorrer China, Mongolia y el Tíbet en bicicleta. La lectura que nosotros disfrutamos cómodamente en nuestras casas debe haber tenido un costo físico y emocional importante. En Siberia hay un dicho —y esta es la segunda cosa que debemos tener en cuenta— que alerta que “cien kilómetros no son camino, cien rublos no son dinero y cien gramos no son vodka”. Quien dice vivir en las afueras de la ciudad puede estar a 300 o 400 km de esta. En cada encuentro con los personajes que va registrando, el periodista —que tiene buena resistencia para la bebida— debe brindar con vodka. Los rusos no brindan, beben en serio, y tienen más de 5.000 marcas de vodka registradas, entre buenísimas y pésimas. Esto es: se empedan hasta caer inconscientes. Y es de mala educación no ir al ritmo de ellos. El que no bebe es un traidor, un espía o un buchón. En el mejor de los casos, un tipo desagradable. Por lo tanto, el camino estará regado de sangre, sudor, lágrimas y vodka.

Km cero, un polaco es el descubridor.

El geólogo y paleontólogo Jan Czerski, desterrado a Siberia por haber participado en el levantamiento de 1863 de la República de las dos Naciones (Polonia, Lituania, Bielorrusia, Letonia y parte de Ucrania y Rusia occidental) contra el imperio de los zares, fue el primer europeo en recorrer el desierto helado de Kolimá. Y según relata Hugo-Bader, lo han homenajeado (¡a un polaco!) con un monumento mil veces mayor que cualquiera de Lenin que se haya construido: una cordillera de 1.500 km de largo. Si lo habrán venerado los soviéticos que también dieron su nombre a otra cordillera menor, a un lago, a un valle, a una catarata, a una ciudad y hasta a un miserable crustáceo. Czerski murió en junio de 1892 en una expedición al río Kolimá, precisamente. Nunca se le permitió salir de Siberia. Y Siberia, además de horrendos gulags y de semejante historia plagada de muertos y desaparecidos, tiene oro. El pasado hay que dejarlo atrás. Si los rusos condenan su pasado, nada les queda por delante. Una tercera parte del oro mundial está en esta región. Los prisioneros, con sus picos y palas, además de construir La Ruta también buscaban oro. Aún existen locos buscadores del precioso metal, gente que dijo haber encontrado pepitas del tamaño de un puño y vive para volver a encontrar otra igual.

Km 52, primer borracho.

Andrei, un oficial de salvamento, levanta a nuestro autostopista que acaba de salir de Magadán. En Magadán nadie ríe. Esto llama la atención de Hugo-Bader en los cuatro días que pasó en la ciudad. La gente ha sido amable y educada, pero nadie le ha sonreído. Andrei, que tampoco ríe, lleva una buena cogorza y pretende con su camión pasar de mal modo a todos los vehículos que se le ponen delante. Viste uniforme, por si lo detiene una patrulla. Nadie se mete con un uniformado, aunque porte litro y medio de vodka en la sangre. La autopista de Kolimá es una de las más mortales y no solo por los huesos de los muertos. Tiene pasajes que solo se pueden transitar en invierno, cuando las heladas son totales. A medida que el deshielo comienza, las cosas se complican, los baches y los pozos se multiplican, los descampados son cada vez mayores y si te ocurre una avería estás en peligro. Puede pasar una hora o más y que nadie transite en ninguna de las dos direcciones. Las anécdotas de osos hambrientos que andan en la vuelta son frecuentes. Dicen que uno llegó a abrir el techo de un auto con sus garras como si fuese una lata de conservas y así retiró el alimento ante los gritos desesperados del conductor. A medida que pasan los kilómetros ya no hay ciudades, ni almacenes, ni estaciones de nafta. Apenas asentamientos en los que viven borrachos, ancianos y viudas. En un barracón pasa la noche Hugo-Bader, en compañía de un tal Dima, un inspector de guardia pesquera. Dima, “corpulento, gordo y resacoso”, lo primero que hace es ofrecer un fusil para que el periodista dispare. ¿A qué? A cualquier cosa. El periodista se niega, entonces lo invitan a jugar a las cartas. En la mesa hay un facineroso, un delincuente profesional, que en definitiva no se distingue de los otros oficiales. Ríe con ellos, insulta a la par, se tira pedos y eructos. Juegan a las cartas durante cinco horas, beben y se levantan únicamente para mear. Según los célebres escritores Shalámov y Solzhenitsyn, quienes padecieron los campos de concentración y escribieron sobre ellos, la alianza entre este tipo de delincuente y los represores —violaban y asesinaban indistintamente— era la pesadilla de los presos políticos.

Km 65, el magnate del oro.

Basanski, que nació en Ucrania, es el oligarca local. Es dueño de minas y joyerías. Su fortuna se calcula en 450 millones de dólares. Le dicen Basania, cariñosamente. Tiene helicóptero propio, un pendiente de oro en la oreja derecha y la cuarta parte de su dentadura del mismo metal. Invita a nuestro periodista a almorzar a un restaurante de lujo, donde lo tratan como al único amo. Parco de palabras, cuenta igualmente su historia entre el caviar más caro y el vodka más prestigioso. Necesita auditorio. Comienza mostrando su reloj de oro, pero luego extiende el brazo y enseña sus cicatrices. No aclara demasiado dónde se las hizo. Tal vez en Afganistán y Angola, donde fue un oficial de alto rango. Ahora es un teniente coronel retirado, pero estuvo vinculado a la inteligencia de la URSS y de la Federación Rusa. Deja entender que entre el espionaje y los negocios hay una cierta vinculación. El espionaje siempre es una puerta para las oportunidades, dice el bueno de Basania, mientras su reloj de oro lanza destellos y debajo las cicatrices se extienden como ríos por el brazo. Su celular suena permanentemente y él imparte órdenes. Los millonarios rusos se parecen mucho a los millonarios rusos que vemos en las películas. En realidad, todos tenemos un gran parecido al retrato que de una forma u otra nos hacen las películas. Basania, faltaba más, bebe como un poseso y muestra las cicatrices. Se levanta la pernera derecha del pantalón y exhibe con orgullo una marca en la pantorrilla. Se desabrocha la camisa y vemos otra en la espalda, que Hugo-Bader identifica como el “recuerdo de una ráfaga de metralleta”. Basania ríe y un punto luminoso brota de sus dientes de oro. Se abre poco a poco a su interlocutor. Dice que era boxeador y además un excelente tirador: “A cinco metros hago pedazos una botella balanceándose de una cuerda”. El periodista, que no puede con su condición intelectual, le devuelve:

—Dersú Uzalá cortaba de un tiro la cuerda de la que colgaba la botella.

—¡No está mal! ¿Es alguien de su unidad? —responde Basania.

—No, de la literatura. Además de la rusa. Arséniev lo describió en un libro y Kurosawa lo retrató en una película —aclara el periodista. Es una meadita chiquita, pero qué importa, están tapados de vodka.

Por supuesto, la charla deriva hacia Putin. Y el magnate del oro se deshace en elogios: “Es mi ídolo, mi guía, mi modelo (…). Dentro de unas semanas habrá nuevas elecciones y volveremos a ganar. Y no le vamos a regalar esa victoria a nadie. Ni a comunistas ni a oportunistas ni a populistas de mierda. ¡Ni hablar! ¡Bebamos!”.

Km 448, la cabeza de Lenin.

Yuri era buscador de oro, pero las cosas no le fueron bien. Ahora es chatarrero, coleccionista de cosas inverosímiles. Tiene 72 años y lleva el pelo largo, a lo rockero. Fue un niño vagabundo que se escapó de su casa a los… cinco años porque su padre le pegaba. Y se tomó venganza. Un tiempo después volvió y prendió fuego la cabaña paterna. Yuri creció en orfanatos a la salida de la II Guerra Mundial. Una historia de película, tipo Charles Dickens pero en la URSS, donde todo es más pesado. Ahora es el ciudadano más extravagante de Debin, una localidad que en su momento fue muy rica en oro y en la actualidad es un pueblo fantasma. Es frecuente ver cables de luz sueltos, postes caídos al borde de la autopista a la espera de que un borracho se los lleve por delante y quede frito al instante. Debin ha sido vaciada y solo tiene sobrevivientes. Yuri es uno de ellos e invita al periodista a visitar su taller de desechos: viejos mapas, piedras, uniformes raídos, cachivaches inservibles, retratos de célebres comunistas, pájaros disecados, teteras de lata. Entre los tesoros hay dos que son su orgullo: los restos de un esqueleto de bisonte congelado, con pelos y grasa, que puede tener unos diez mil años y Yuri le llama “panceta milenaria” (es más: corta y prueba un pedazo), y una cabeza de hierro fundido de Lenin que unos vándalos derribaron de su pedestal y Yuri rescató en una carretilla “para ahorrarle humillaciones al prócer”. Y un apartado para la biblioteca, que heredó de un amigo lituano que fue policía de la Gestapo y estuvo preso en un campo hasta 1957. Al parecer el lituano discutió con un ruso por motivos culturales, la vieja pelea entre la cultura europea y la asiática. Representante de esta segunda y en plena borrachera, el ruso sacó una navaja y abrió al medio al lituano ante los ojos de Yuri, que se terminó quedando con los libros del viejo fascista.

Km 522, Víktor, el periodista sin dedos.

Su perro Bóbik lo sigue a todos lados, a las reuniones y a las entrevistas. Y monta guardia en el despacho de Víktor, que es el redactor jefe del diario Séverka. Víktor, según Hugo-Bader, es “muy bajito y con el raro don de tener siempre a punto una palabra desagradable”. Antes de lanzar su insulto, toma el vaso con las dos manos porque no le queda un solo dedo, apenas una protuberancia donde estaba el pulgar derecho, y con eso le basta para teclear en la computadora. En el diario son cuatro periodistas (incluyendo a Víktor) y un fotógrafo. Escriben sobre temas relativos a la caza y la pesca, paseos al aire libre y algo de historia, pero nada de política ni corrupción. Saben dónde pisan. Al que sí le apuntan es al presidente de la administración local porque es comunista. Víktor y los suyos apoyan a Rusia Unida (el partido de Putin, claro) y le dan al pobre bolche, que nadie puede explicar cómo llegó a imponerse en las elecciones municipales, cuando toda la región de Yágodnoye, provincia de Magadán, es fiel a la implacable Rusia Unida. Para Víktor y la mayoría de los rusos, las palabras “liberal” o “democracia” son malas palabras. De hecho, a la democracia le dicen “mierdocracia” porque la asocian con Gorbachov y Yeltsin, es decir, con la caída del imperio. ¿Cómo perdió los dedos Víktor? Unos gamberros borrachos le dieron una paliza y lo dejaron tirado a la intemperie, y si bien luego fue rescatado no pudieron salvarle los dedos congelados. Si te caés en Siberia y permanecés 15 minutos en el piso, algo se te va a morir.

Km 1007, el comandante Pugachov.

Salimos de Magadán. Ya estamos en Yakutia, o en la República Sajá-Yakutia, región rica en oro y diamantes. Los yakutos son un pueblo túrquico, pero no son musulmanes: son cristianos ortodoxos. Tampoco ríen y solo confían en la sabiduría de sus chamanes. Aún hace más frío que en Magadán. Hay casos de sobrevivientes que volvieron a la vida de las temperaturas bajo cero gracias a la ingesta de alcohol puro. En esta región solo se conocen dos casos exitosos de fuga de un gulag: el de un delincuente ucraniano que alcanzó La Ruta y por allí se fue a su Ucrania natal, y el del comandante Pugachov, que primero fue prisionero de los nazis y logró huir, pero cuando los rusos lo recibieron fue acusado de espionaje y condenado a 25 años en un gulag. Pugachov, que era un soldado brillante, organizó una fuga con otros presos. Salieron en grupos y en direcciones opuestas para dificultar la tarea a sus perseguidores. Hubo enfrentamientos en los bosques boreales, que se tiñeron de sangre, tanto de los prisioneros como de los carceleros. Al único que no encontraron nunca fue a Pugachov, que soñaba con llegar a Alaska. Tal vez lo hizo, o tal vez murió en alguna ciénaga helada. Sea como sea, la leyenda está instalada.

Km 2025, fin de trayecto.

Nuestro periodista ha llegado al otro extremo de la M56, la Carretera de los Huesos o La Ruta. Completó el trayecto: 36 días de viaje, 19 curdas, decenas de historias. Si bien portaba un permiso sellado por el Ministerio del Interior, sabía que lo espiarían. Cuando regresa a su habitación de hotel en Yakutsk, constata que han entrado en su ordenador y le faltan archivos. Por la tarde asiste junto con el ministro Yuri Ivánovich Borísov al estreno de un largometraje yakutio. La película es horrenda. Luego hay un cóctel. Hugo-Bader se escapa al hotel. Al llegar al lobby lo detienen agentes de seguridad y le piden los papeles. Probablemente en la habitación hubiese otros husmeando de nuevo en su computadora. Esto es Rusia, gratis no te iba a salir. Compra un par de calzoncillos, por decir que compró algo, y se larga lo más pronto posible al aeropuerto, a su Polonia natal. Su libro es estupendo, pero lo ha demolido física y mentalmente. La taiga se le ha metido en los huesos.

Vida Cultural
2020-11-18T19:55:00