La vida de los otros

La vida de los otros

La columna de Andrés Danza

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Nº 2083 - 6 al 12 de Agosto de 2020

Primero fue una advertencia, hace ya un par de años. Vino de una persona muy informada y con vínculos políticos y militares de primer nivel. Su recomendación fue que hablara lo menos posible a través del teléfono celular sobre las cuestiones periodísticas más importantes. “¿Me están escuchando?”, pregunté incrédulo. “Lo único que sé es que cada vez se escucha más”, fue su respuesta. No le di especial relevancia. No quiere decir que haya evaluado su comentario como alocado, pero me pareció que estaba sobredimensionado algo que en principio no parecía un problema real.

Pero después vinieron otros. Uno, dos, tres, cuatro… Demasiados. Un fiscal que me pidió que lo vuelva a llamar pero por WathsApp para hablar con tranquilidad, tres líderes políticos de distintos partidos que me recomendaron que los vaya a ver personalmente para preguntarles sobre algunos asuntos delicados, un sindicalista que eligió un teléfono de línea —de esos que ya casi nadie usa— para que lo llame porque son más seguros, y hasta un colega periodista que me sugirió comunicarnos solo por Telegram y después borrar inmediatamente los mensajes.

Entonces se hizo evidente que algo cambió. Lo que al principio podía ser leído como una obra de ficción o un exceso de paranoia, ahora se transformó en un problema real. Muchas personas que manejan información relevante en Uruguay están convencidas de que en algún momento de sus días son espiados, aunque no tienen del todo claro por quién.

Es probable que el origen de todo esto que ha crecido como una mancha de humedad luego de la lluvia sea la desconfianza. Los uruguayos atraviesan por un momento de falta absoluta de confianza con respecto a sus pares, en especial si pertenecen a otro partido político, club de fútbol, clase social, profesión, oficio o cualquier cosa que sirva para dividir.

La desconfianza generalizada funciona como un alimento muy efectivo para la paranoia y provoca la sospecha de que el que está enfrente tiene como único objetivo destruir a los que se crucen en su camino. Así parece pensar el gobierno sobre la oposición y también la oposición sobre el gobierno. Lo mismo creen los militares acerca de los jueces y fiscales, o los sindicalistas de los empresarios o los empleados públicos sobre los privados y viceversa.

Parece lógico teniendo en cuenta ese estado de alerta de tantas personas con relativo grado de poder que crezcan los espionajes o por lo menos las intenciones de llevarlos a cabo. También explica por qué la oposición dice que no quiere darle lo que denomina “un cheque en blanco” a la Secretaría de Inteligencia Estratégica del Estado (SIEE) y se haya negado a votar los cambios introducidos en la Ley de Urgente Consideración para ese organismo.

Lo que la nueva normativa le otorga a la SIEE, en resumen, es la posibilidad de moverse con un poco más de potestades y en algunos casos reportar solo al presidente de la República. Es algo que funciona muy bien en otros países, pero en Uruguay causa una división profunda. Lo mismo hubiera ocurrido si esta propuesta la hubiese hecho el gobierno anterior, encabezado por el Frente Amplio, porque el problema es de confianza.

Cuando la vicepresidenta Beatriz Argimón dice en una conversación privada con el empresario Fernando Cristino que llevan un registro de sus llamadas, lo primero que se piensa es en escuchas ilegales y no en un lógico monitoreo de las comunicaciones que reciben figuras de primer nivel. Otra prueba de la falta de confianza.

Lo mismo ocurre cuando el senador y líder de Cabildo Abierto, Guido Manini Ríos, resuelve pedir la destitución del fiscal de Corte, Jorge Díaz, y dirigentes políticos cercanos a él recuerdan el pasado comunista de Díaz, como si solo por ese hecho fuera del bando adversario.

Algunos, con más arraigo en el pasado, desconfían de los militares y sus servicios de inteligencia y otros de los tupamaros y aseguran que siguen con un aparato secreto de espionaje montado. Las nuevas generaciones encuentran otros enemigos en quienes desconfiar, según cual sea su orientación ideológica: la Policía, la Iglesia, los políticos, los docentes, las redes sociales, siempre hay algún sospechoso de estar conspirando en las sombras.

Con ese mar de fondo, el nuevo director de la SIEE, Álvaro Garcé, opinó en una entrevista con Búsqueda publicada el 9 de julio que el sistema de vigilancia y escuchas telefónicas denominado El Guardián está bastante obsoleto y es necesario mejorarlo o instalar una tecnología superior.

La sola mención a ese posible cambio provocó un silencioso revuelo en ambientes cercanos al poder político. Si la confianza fuera la regla en Uruguay, el anuncio de más tecnología para espiar debería haber sido aplaudido, ya que es la mejor forma de combatir el narcotráfico y la delincuencia y la Constitución uruguaya prohíbe las pesquisas secretas. Pero no. La primera lectura que hicieron muchos es que no es esa la única intención del gobierno o de los que están a cargo de la inteligencia estatal. Ven a Garcé como uno de los jerarcas más cercanos al presidente Luis Lacalle Pou y creen que hay un exceso de concentración de poder en el primer mandatario. Lo evalúan como un camino muy peligroso. La falta absoluta de información ofrecida por las autoridades sobre ese “nuevo Guardián” tampoco ayuda a disipar dudas y aumenta la tensión.

Lo que ninguna de las partes se da cuenta es que el problema no es ni Lacalle Pou, ni Garcé, ni los militares, ni los tupamaros, ni la Policía ni el anterior gobierno. Todos ellos son poseedores temporales de una cuota de poder, que es necesario usarla con discreción. La tentación para hacer lo contrario puede ser muy grande, pero las consecuencias siempre terminan siendo desastrosas. Ejemplos sobran en el mundo, pero basta con mirar cerca: Argentina, donde un día cientos de políticos de distintas ideologías, periodistas, empresarios y sindicalistas se despertaron sabiendo que el veneno y la paranoia que divide a su país había llegado hasta sus teléfonos y ya ni siquiera podían hablar tranquilos. Que no nos pase.