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Filmar una historia sencilla, a propósito de una niña de seis años que queda huérfana y es recibida en la casa de sus tíos, en un nuevo hogar, parece algo fácil, lineal, conceptualmente comprensible para todos. Y así es Verano 1993, una narración sin aspavientos ni tintas cargadas en ningún momento. Pero hacer que una historia sencilla funcione, sea rica y profunda en contenidos, sugerente y conmovedora, es lo más difícil.
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En la primera secuencia vemos a Frida (no en vano se llama igual que la pintora mexicana rota por dentro y por fuera) en una casa donde a su alrededor todos embalan objetos y hacen valijas, aunque también hay alguien que toca la guitarra. Algo ha ocurrido y el aire se carga de melancolía. Los mayores se mueven en su mundo y hacen cosas mientras la niña únicamente mira desde un rincón, asombrada. Es en Barcelona. Frida deja la casa una noche de festividad y fuegos artificiales (las desgracias no tienen piedad con ningún calendario), se despide de sus amiguitos del barrio y desde el auto vemos cómo esa vida que tuvo ya será parte de los recuerdos. La noche queda atrás y ahora es de día. Estamos ante la claridad luminosa de una mañana en una finca del campo; hay gallinas, un arroyito, bosques, espacios abiertos. Se desayuna a la intemperie y no hay ruidos citadinos; también se carnea a los animales. Todo es más natural, más directo. Y está su prima pequeña Ana, con quien puede jugar. La mayor parte del tiempo Frida observa, aprende, se adapta. La procesión va por dentro. Explica a su prima que tiene cantidad de muñecas porque la “quieren mucho”.
Los diálogos son escuetos, dosificados y muy medidos, y el espectador los recibe con todos los sentidos alerta porque son las pequeñas piezas que van dando pistas y contornos, trazando las figuras, situándonos en lo que ocurre, quién es esa niña, quiénes son ahora sus padres adoptivos, qué pasó con su madre, qué papel juegan sus abuelos.
Verano 1993 es el primer largometraje de la catalana Carla Simón (Barcelona, 1986). Y es una pieza redonda por donde se la mire. Para comenzar, es autobiográfica. La propia Simón, a la misma edad que la protagonista, perdió a su madre. Gracias a fotos y recuerdos, Simón escribió el guion de esta película asordinada que habla de la muerte y de la pérdida, de cosas dolorosas del modo más amable posible y que también lo hace desde la paciencia, el sacrificio y el agradecimiento.
El asunto no es decir algo sino cómo decirlo. Porque Simón tiene siempre claro hacia dónde va, el tono y el control de la historia, el contenido de cada plano, si es necesario o no prolongar una idea. Las imágenes están acompañadas por una precisa banda sonora en la que predomina el sonido rústico de un saxofón.
Se pueden citar muchos antecedentes del tipo de cine al que apunta Simón. Un cine impresionista, de costumbres arraigadas en la vida cotidiana, un latir directo y palpable. Hay un trazado básico de la nouvelle vague, con sus actores y situaciones espontáneos. También hay un ritmo parsimonioso a lo Robert Bresson, donde las cosas parecen cobrar vida con pequeñas pinceladas, con pequeñísimos movimientos. Uno siente los afectos y las emociones de los personajes crecer poco a poco, como los cambios en un jardín que pasa casi sin darnos cuenta del invierno a los primeros brotes de la primavera.
Y está el antecedente más directo de El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, y Cría cuervos (1976), de Carlos Saura, dos películas con aquella Ana Torrent niña que sorprendió a todos. Trabajar con niños para muchos es un calvario. En la película de Erice (qué capo, introvertido y chúcaro este Erice) se trataba de una maravillosa fábula en la que se mezclaban en la noche de los tiempos —y luego de una proyección— las fantasías infantiles más arcaicas y las imágenes de cine más arquetípicas, resumidas en los miedos, los espíritus de la oscuridad y el monstruo de Frankenstein.
Como todos los niños descubiertos en un casting de miles de aspirantes (imaginen a los padres o apoderados con sus criaturas esperando en el corredor del estudio), la elección de Laia Artigas (¿tendrá algo que ver con nuestro prócer?) es un acierto sin fisuras. Por momentos, y gracias a la exquisita naturalidad con que actúa, parece que la niña estuviese viviendo su propia vida, y esta virtud no solo debemos atribuirla a las condiciones de la precoz actriz, que se resumen en la escena de las reposeras, donde juega con su prima a ser una mujer seductora: también es un golazo de la directora y guionista, que supo guiar la historia hacia un costado interior, donde las cosas vibran por gracia de la sugerencia y no por el remarcado de simples representaciones.
Verano 1993 (Estiu 1993). España, 2017. Escrita y dirigida por Carla Simón. Con Laia Artigas, Paula Robles, Bruna Cusí, David Verdaguer. Duración: 97 minutos.