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    Laicidad y laicismo

    Sr. Director:

    La pasada semana, en “El Observador TV” se difundió un reportaje al cardenal de la Iglesia Católica y arzobispo de Montevideo, Daniel Sturla, quien entre otros temas se refirió al de la laicidad en el Uruguay. Asimismo, a mediados de junio habíamos tenido el agrado de asistir a una conferencia del mencionado alto dignatario de la Iglesia sobre lo que él califica como “la laicidad positiva”, que tuvo lugar en el marco de un ciclo que organiza el Instituto Salesiano de Formación.

    En ambas ocasiones, el cardenal Sturla dio su particular visión de nuestra laicidad, que de algún modo es también la de la Iglesia uruguaya, a juzgar por algunas declaraciones y comentarios formulados en coincidencia con la celebración de la religiosa Semana Santa. Parece ser que se ha elegido reabrir un debate sobre la laicidad y el laicismo, que luego de casi un siglo de separación entre la Iglesia y el Estado parecía superado en nuestro país.

    Entre las declaraciones mencionadas, otro alto dignatario le había atribuido al laicismo la intención “de erradicar lo religioso de la cultura y de la persona” manifestando también, sin ningún fundamento científico, que el laicismo es responsable del aumento en la tasa de suicidios entre los jóvenes de nuestro país.

    Sin pretender entrar en polémicas, pero debido a la trascendencia de estas intervenciones, deseamos reiterar una vez más algunas precisiones que ayuden a destrabar la aparente confusión. En primer lugar, recordando las definiciones de los términos de “laicidad” y “laicismo”, que suelen confundirse en el lenguaje cotidiano. Según el Diccionario de la Real Academia, el laicismo es la “doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa”. Mientras que la laicidad es el “principio de separación de la sociedad civil y de la sociedad religiosa”. No son sinónimos pero tampoco antagónicos, sino complementarios y absolutamente compatibles. Pero en los últimos años la Iglesia Católica, fundamentalmente en los países como el nuestro, donde ha perdido la batalla ideológica frente al laicismo, parece intentar convencernos de que nos contentemos con el término “laicidad”, tratando en cierta medida de descalificar, y hasta demonizar, al laicismo.

    Entendemos que declaraciones como esta y las de Semana Santa no le hacen bien a la convivencia democrática ni a la propia Iglesia y menos al mensaje ecuménico, tolerante e integrador que el propio Papa Francisco ha intentado trasmitir desde su asunción. Como cuando hace un par de años afirmara que “la convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad”. Expresiones inobjetables y absolutamente compartibles. Pero, no obstante esto último, vemos como se renuevan los ataques contra la doctrina del laicismo, cuya finalidad es abogar por la independencia y la libertad de pensamiento de los seres humanos, sin ir contra las religiones o contra los valores sustentados por ellas, si es que no pretenden ser impuestos por medio de dogmatismos. Lo que procura el laicismo, como doctrina, es que lo religioso se mantenga en la órbita privada pero no tiene como finalidad atacar a la religión, ni a la católica ni a ninguna otra. Ni tampoco atenta contra la espiritualidad sino que por el contrario la fomenta y la estimula promoviendo que cada uno profundice en su propia reflexión espiritual desde un ámbito de libertad plena, sin tutorías que la limiten.

    Sin perjuicio de lo hasta aquí expresado, no tenemos inconveniente en compartir otras afirmaciones del cardenal Sturla, en ambas ocasiones a las que nos referimos líneas arriba, en cuanto a que la sociedad uruguaya no tiene ahora una postura tan militante y casi anticlerical como la que tuvo a fines del siglo XIX o comienzos del XX. Obviamente que es así, porque tampoco la Iglesia, hasta ahora, había objetado la realidad que el país había conquistado con la reforma constitucional de 1918. Pero ello no quiere decir, a nuestro modesto entender, que en el seno de la sociedad no se sigan sosteniendo los fundamentos doctrinarios que condujeron al principio de la laicidad en el Estado.

    Surgen espontáneas las interrogantes: ¿por qué actúa así ahora la Iglesia Católica en pleno siglo XXI? ¿Cuál es el sustento de dicha posición? A nuestro modo de ver, se opta por aceptar la laicidad, presentándola como un término más suave, dado que ha sido aceptada por prácticamente toda la opinión pública nacional, y se le intenta dar un sentido de mera separación jurídico-administrativa. Al mismo tiempo, la Iglesia se opone al laicismo, también en nuestra modesta opinión, para no reconocer los fundamentos doctrinarios de la laicidad, con la esperanza de irlos socavando con el paso del tiempo. Es que la Iglesia Católica tiene sobrada experiencia, acumulada en casi diecisiete siglos de existencia, acerca del valor de la paciencia para conquistar objetivos y es consciente de que reconocer de plano la vigencia y los valores de la doctrina del laicismo implicaría renunciar para siempre a reconquistar el terreno perdido, en el que sus dogmas no eran cuestionados por el libre examen del pensamiento autónomo. Es también cada vez más evidente que detrás de estos esfuerzos existen motivaciones de índole económica en procura de pavimentar el camino para obtener subvenciones estatales a las instituciones religiosas de enseñanza al socaire de la profunda crisis en la que se encuentra sumida la educación pública cuyo nivel comenzó a bajar hace 50 años, pero en las últimas décadas ha profundizado el declive hasta estar en el presente casi en una situación de caída libre.

    Entendemos que no se deben confundir los temas. Por un lado, el laicismo y la laicidad nada tienen que ver con la profunda crisis educativa que afecta primordialmente a los niños y jóvenes más carenciados. Y, por otro, los esfuerzos que la Iglesia u otras entidades, religiosas o laicas, realicen en el plano privado para ayudar a esos alumnos son muy encomiables pero de ningún modo deben ser el vehículo para debilitar el principio de la laicidad en la educación, que tanto rédito le diera al país y a su imagen internacional cuando la educación pública no estaba subordinada a intereses corporativos.

    Gastón Pioli