N° 1971 - 31 de Mayo al 06 de Junio de 2018
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn un reciente reportaje en El Observador, el director nacional de Policía, Mario Layera, jerarca supremo de la Policía y tercero en el orden jerárquico del Ministerio del Interior, sorprendió con audaces y trascedentes declaraciones que movieron el tablero en un tema tan sensible como actual: la crisis de la seguridad pública.
Con un mensaje que transmitió varias denuncias y puso de manifiesto cierta impotencia personal, llegó a pronosticar, advirtiendo que “hemos caído en una anomia social en la que no se cumplen las leyes y nadie quiere hacerlas cumplir estrictamente”, que el futuro “es un escenario como El Salvador o Guatemala”. El jerarca policial dijo cosas duras y pintó una situación alarmante y hasta angustiante, que solo se puede entender y asumir a partir de aceptar graves omisiones y carencias en la gestión de los gobiernos frenteamplistas, por lo que todo hacía suponer que sería severamente cuestionado, desmentido y/o hasta sancionado por sus jerarcas.
Nada de eso pasó; unos y otros dieron por sentado, en general, que lo que decía Layera no era nada muy distinto a lo que se manejaba ya en esferas del gobierno y hasta se sumaron en buena medida a su diagnóstico y reclamo, llegando incluso el propio presidente de la República a salir de su largo letargo y asumir en forma personal la dirección y coordinación de la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado. A pesar del revuelo y de las urgentes medidas que según el propio presidente responden a que “la gente muestra inquietud e insatisfacción por la inseguridad”, nadie fue formalmente removido de su cargo y enviado para su casa agradeciéndole los servicios prestados, aun cuando queda toda la sensación de que el ministro del Interior y su subsecretario quedaron escorados y con facultades limitadas. Nadie explicó tampoco, por qué fue necesario que un funcionario, que está formado para actuar con disciplina y estricta sujeción a sus mandos, tuviera que salir intempestivamente por las suyas a patear el tablero y a denunciar un desastre que interpela a todo el gobierno y que lo lleva ahora, después de decir una y mil veces que todo estaba bien y que las estadísticas demostraban que la situación estaba controlada, a intentar in extremis algo supuestamente nuevo.
Parece evidente que aun cuando ahora algunos quieran subirse sobre los laureles de Layera, su reportaje desnudó, con la aceptación por lo menos tácita de buena parte del gobierno, un tremendo y rotundo fracaso de la gestión oficial, que involucra a todos y cada uno de los aspectos que deben formar parte de una estrategia global en la lucha contra el delito. Nada queda en pie y, después de 13 años de gestión del Frente Amplio, queda de manifiesto que poco o nada se hizo bien en la materia y que no se supo actuar o reaccionar a tiempo, aun cuando —insólitamente— nadie reconoce expresamente los errores cometidos, nadie se hace responsable de un estado de cosas deplorable y casi irreversible y nadie tiene la dignidad y valentía de reconocer, como corresponde, que el desastre alcanza no solo al Ministerio del Interior o a la Policía, sino también a todos los responsables de la pésima gestión social llevada adelante en estos años y a todos quienes han destruido a la educación pública, provocando una enorme exclusión social que determinará, como también denuncia Layera, que en poco tiempo “los marginados van a ser mayoría”.
Siempre estuvo claro que los gobiernos del Frente Amplio nunca serían eficaces en las primeras y más inmediatas tareas que se imponen para luchar contra el crimen y la inseguridad, que pasan necesariamente por mejorar y estimular a la Policía, trabajar con criterio y convencimiento en la represión y propiciar un marco sancionatorio adecuado y justo, ya que es evidente que, por una deformación ideológica propia de buena parte de la izquierda, nunca han tenido muy preciso quiénes son los buenos y quiénes son los malos y, menos aún, que aquellos muchos ciudadanos, de toda condición social, cultural y económica, que ven desgarradas sus vidas por la violencia que los afecta, tienen también los mismos sagrados e inviolables derechos humanos que ellos solo parecen reconocer a los delincuentes que se “ven forzados” a delinquir por las supuestas injusticas del sistema. Pero a esta altura, lo grave y original es que no solo el Frente Amplio fracasó estrepitosamente en esa parte más dura e inmediata del libreto, sino también, fundamentalmente, en todos los aspectos sociales y educativos que son necesarios para disminuir a largo plazo la predisposición al crimen y que ellos entendieron siempre que era la única y excluyente solución para luchar contra la inseguridad, la que desaparecería como arte de magia, sin necesidad de mejoras en la represión o en el marco sancionatorio, cuando la bondad socialista desparramara plata y beneficios para los más necesitados.
En ese terreno, justamente, está su peor y más flagrante fracaso, porque la justicia social siempre fue su bandera y ahora, acá, en este país con problemas, pero también con una larga tradición en la búsqueda de un desarrollo social justo y solidario, vivimos la peor situación de la historia y hemos generado, en silencio pero con trágico acierto, una enorme masa de excluidos y analfabetos, que tienen condicionado su desarrollo personal y su futuro, engrosando ese enorme caudal de marginados que la izquierda siempre sostuvo que era el norte de sus políticas. Para llegar a esta vergonzante realidad, se gastaron millones de dólares en un asistencialismo inconducente y nocivo por aplicar aportes permanentes y ajenos a toda obligación de sus beneficiarios, desconociendo su esencia temporal y desmotivando a sus receptores, a quienes no se les inculca ninguna vocación de trabajo o de desarrollo personal sino que se los convierte, simplemente, a partir de su dependencia indisoluble con la asistencia que se les sirve, en un botín electoral. Para esto contribuyó también, con enorme acierto, la destrucción casi total de la enseñanza pública, a partir de la Ley de Educación aprobada durante el primer mandato de Tabaré Vazquez, que entregó prácticamente a los sindicatos el gobierno de la educación, lo que ha generado que los más necesitados carezcan de toda posibilidad de lograr un desarrollo académico destacado que les sirva eficazmente para enfrentar un mundo cada vez más competitivo y exigente.
Ese es su fracaso más lacerante y despreciable, porque los interpela en el terreno del gran objetivo que siempre pusieron por delante y demuestra la mentira de sus postulados, que terminan con una gran paradoja: hoy, después de años de bonanza y 13 años de virtuoso gobierno progresista, los excluidos son más que nunca, los postergados y condenados por las limitaciones que les impone el desastre oficial se multiplican como hongos y la igualdad social sigue siendo una gran utopía que solo se ha buscado con criterios demagógicos y sin medidas profundas y definitivas. Y guste o no, de ese fracaso deriva, necesariamente, el drama de la inseguridad que estamos sufriendo todos los uruguayos, condenados a vivir en medio de una sociedad envenenada y radicalizada, donde cada vez más gente, que queda desplazada, excluida y marginada, por la negligencia de los gobiernos del Frente Amplio, termina finalmente, en forma inevitable, en la radicalización, la violencia y el crimen.
En el futuro pues no solo está la realidad de El Salvador o Guatemala, sino el fin de un entramado social ejemplar que nuestro país construyó a lo largo de su rica historia y que siempre sirvió como contención y escudo para los más débiles, pero también como plataforma vital para encauzar el afán de trabajo y superación personal de cada persona, enseñando que la limosna eterna solo genera condicionamientos y que sin educación no se dan las bases necesarias para generar cualquier posibilidad de desarrollo.