N° 2040 - 03 al 09 de Octubre de 2019
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn la novela Soy leyenda de Richard Matheson, el protagonista, Neville, es el único superviviente de un apocalípsis que ha terminado con la mayor parte de la humanidad y que ha convertido a los supervivientes en vampiros. En esa soledad única, que según pasan los meses amenaza con enloquecerlo, Neville dedica sus días a matar vampiros (por el expeditivo y conocido método de clavarles una estaca en el corazón) y sus noches a investigar las causas de la “vampirización” del resto, convencido de que existe una razón y que analizando científicamente el problema, encontrará la solución.
Neville, quien con el tiempo sufre depresiones y cae en el alcoholismo, ve un día a una mujer a plena luz del sol. Tras los temores iniciales, se relacionan y surge un romance entre ellos. Pero un día la mujer desaparece, dejándole una carta en donde explica que ella es parte de una nueva generación de vampiros que ya solucionó el problema del ajo, la exposición al sol y demás asuntos que acosan a los vampiros tradicionales. Que su misión era espiarlo (aunque luego se enamoró), que estos nuevos vampiros intentan construir una nueva sociedad y que él, Neville, es percibido por ellos no como el último faro de humanidad que él cree ser sino como el monstruo que los asesina por las noches de maneras espantosas. Neville comprende que para esa naciente sociedad él es el monstruo original, el otro, el mal. Y que por tanto, su muerte lo convertirá en la leyenda fundacional de esa nueva civilización.
Tengo la impresión de que, sin casi darnos cuenta, estamos en una “situación Neville”, una en la que ciertas ideas que hasta hace poco eran parte del sentido común, comienzan a ser canjeadas por otras que, en varios momentos de la historia, demostraron ser tan malas como un montón de vampiros pateándote la puerta en mitad de la noche. Las razones para que esto ocurra son múltiples y fragmentarias y por tanto no siempre es fácil conectarlas entre sí. Estas características hacen que vayamos adentrándonos en ellas, como quien se adentra en una niebla que es tenue en sus bordes y densa en su centro, hasta el punto en que se pierden las referencias de manera definitiva. Intentaré explicar a qué me refiero.
En una nota reciente, el académico español Miguel Ángel Quintana Paz señala al “imperio del emotivismo” como una de los problemas más o menos recientes que enfrentan las ideas políticas en nuestro tiempo. Y que los juicios sobre política son cada vez menos racionales y cada vez mas morales: mis ideas son mejores porque yo soy mejor. Se suponía, dice Quintana Paz, que esa moral sería solo sobre nuestros sentimientos y que cada uno podría construirse sus propias nociones sobre lo que está bien y lo que está mal. Pero no fue así, lo que surgió y se extendió fue la idea de que si mis ideas (que ahora son emociones, no razones) son mejores que las del resto porque soy moralmente superior, tengo entonces el derecho, qué digo el derecho, la obligación moral de hacerlas compulsivas para el resto.
“Se redobló la insistencia en educar a las nuevas generaciones no solo para que aprendan cosas, sino también para que sientan del modo correcto. Los políticos se adjudicaron de inmediato el deber de influirnos mediante soflamas y campañas publicitarias, siempre con el fin loable de que nuestros sentimientos fueran como deben ser. Se coartó la libertad de expresión cada vez que esta pudiera suscitar sentimientos inadecuados (tanto en ofendiditos como en escandalizaditos). Y si, pese a toda esta presión, alguien aún pareciera mostrar las emociones incorrectas, se le despreciará como un réprobo al que se niega toda posibilidad de explicarse: ¿no habíamos quedado en que solo las emociones, y no las explicaciones o razones, contaban ya? Incluso insultarle estará justificado (¡viejo triste, miserable, echado a perder!): a ver si así por fin se siente mal por opinar como opina y empieza a hacerlo como quiero, como siento, yo”, escribe Quintana Paz. La cita es larga pero vale como resumen del estado de las cosas.
Ejemplos de este mecanismo en acción tenemos decenas, en el mundo y en Uruguay. Me viene a la memoria uno local, muy pequeñito, pero que resume bien lo que dice Quintana Paz: si el señor que lleva una milonga callejera resulta ser homófobo, no solo le sacamos la responsabilidad de la milonga (correcto, es un espacio público y mejor que esos los gestionen personas sin fobias sociales), también lo mandamos a un curso de corrección política para que se enderece y se pliegue a las nuevas ideas (incorrecto, el señor, como cualquier ciudadano en una democracia, tiene derecho a sus ideas, aun cuando nos parezcan un espanto).
Las ideas dejan de ser un complejo diverso en debate y disputa, pasando a ser un mandato moral que se ejerce en nombre del bien público. Lo que “es correcto” y lo que “está bien” pasa a ser compulsivo para todos y se expande con el apoyo del aparato estatal. Aparato estatal que, no está mal recordarlo, se financia también con los impuestos de “incorrectos” como el viejo de la milonga y los de cualquiera que tenga otras ideas. La “emoción correcta” pasa a ser, por usar términos gramscianos, hegemónica, parte de ese nuevo sentido común aceptado por la mayoría.
En otra nota, también reciente, el artista plástico Oscar Larroca reseñaba las nuevas formas que viene adquiriendo la censura y cómo viene siendo impulsada en las artes y en la academia en nombre de una supuesta nueva sensibilidad que, de tan buena que es y de tantas cosas bonitas que nos va a dar al final, para extender debe terminar, entre otras cosas, con la presunción de inocencia. Larroca recordaba también que “varios observadores han advertido que en la historia contemporánea, quienes mejor han aplicado la lógica de estas acciones censoras, han sido aquellos regímenes donde universidad pública, partido y Estado son uno solo”. Esto es, cuando detrás de una idea quedan alineados no solo sus promotores originales sino también el Estado que ya hace rato es percibido como la misma cosa que el partido de gobierno. Y junto a ellos, aportando munición intelectual, la academia.
“No es agradable vivir en un mundo en que solo cuentan ya las emociones, salvo que tengas la suerte de que las tuyas coincidan con las de la masa; o, al menos, te hayas esforzado por hacerlas coincidir”, señala Quintana Paz. Y yo agrego: vaciados de contenidos en la educación, expulsada la idea de que la razón es una buena herramienta para analizar la realidad, centrados en exclusiva en la expansión de la pelusa de nuestros ombligos y con la creciente convicción de que esa pelusa es de manera natural superior a las pelusas de los otros ombligos, es facilísimo caer en manos de demagogos y autoritarios de todo signo. Especialmente en las de aquellos que perciben en esa niebla densa la oportunidad de ocupar lugares de poder y privilegio. En nombre del bien común, faltaría mas.
A este paso, los derechos individuales serán pronto el Neville de los nuevos valores colectivos, esos en los que el disenso y cualquier idea “incorrecta” debe ser tratada como una espantosa leyenda de un mundo anterior que debe morir para que nazca el mundo nuevo.