N° 1936 - 21 al 27 de Setiembre de 2017
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl 5 de junio de 1945 el territorio de lo que había sido Alemania —entonces una vasta colección de humeantes ruinas— fue dividido formalmente en cuatro zonas. El libro del historiador inglés Giles Macdonogh Después del Reich. Crimen y castigo en la posguerra alemana (Galaxia Gutenberg, que distribuye Océano) abunda en parte en este tema, por cuanto lo considera decisivo para entender qué sucedió exactamente tras la derrota del Reich, qué medidas se adoptaron, cómo vivieron aquellos alemanes la presencia de los vencedores en medio de los escombros de la demencial aventura bélica. Para la inmensa mayoría de los alemanes terminaba una horrible pesadilla —la guerra, las privaciones, el totalitarismo extremo— y empezaba otra: ya no se trataba de salvarse de las persecuciones, como antes, o de los bombardeos como hasta hace unas semanas, sino de la prepotencia, de los saqueos, de las violaciones, del abuso de las tropas de ocupación que habrían de cebarse en la indefensa población civil de todos los indecibles males que los nazis infligieron a la humanidad.
Según este historiador, el apresurado diseño de las zonas fue un anuncio de los problemas que habrían de plantearse a poco de alcanzada la paz y que, entre otras, serían causa directa de la Guerra Fría. Y ello porque las fronteras o zonas de los vencedores daba para disgustarlos a todos, incluso a los soviéticos, que habían llegado primeros a muchos parajes y creían que podían matar, robar y violar a su antojo sin que hubiera restricción de ninguna potencia extranjera. Es que, conforme a lo que observa y documenta muy bien en el libro, las zonas “habían sido trazadas, por supuesto, con torpeza, y algunas industrias resultaron inviables debido sobre todo a ese motivo. Las hilaturas se encontraban en la Westfalia británica, pero las tejedurías en la Sajonia rusa; las cámaras fotográficas se fabricaban en la zona estadounidense, pero el cristal óptico procedía de la soviética, y los obturadores, de la francesa; los americanos tenían el 68% de la industria automovilística”.
Estos son detalles que no deberían siquiera mencionarse frente al mayor de todos los problemas que engendró la ocupación de los vencedores, en particular lo que perpetraron los soviéticos, que es la violación masiva de mujeres de toda condición. Aquí se da cuenta pormenorizada de esas hazañas toleradas y hasta bendecidas por los mandos comunistas, que disculpaban a sus soldados por los meses de sacrificios y privaciones que tenían. Se recoge en la obra, entre otras referencias elocuentes, el estremecedor testimonio de unos oficiales británicos que en las proximidades de Magadeburgo experimentaron una gran conmoción al ver los lagos de los prósperos barrios occidentales llenos de cadáveres de mujeres que se habían suicidado tras ser violadas.
Respecto de esto último no puedo resistir copiar un documentado fragmento de la página 91, que sacude por la simple mención de hechos horrorosos sobre los que mucha bibliografía ha preferido llamarse a silencio durante varias décadas, pero que es uno de los datos más terribles de la historia moderna. Es apenas una anécdota, una en miles de análogo porte y gravedad. Dice así: “La primera noticia de la caída de Konigsberg le llegó al cirujano Hans Lehndorff cuando unos soldados rusos asaltaron su hospital y robaron los relojes a sus pacientes, golpeando a todo aquel que se interpusiera en su camino. La siguiente presa fueron las plumas estilográficas. Los enfermos y heridos fueron arrojados de sus camas, se les arrancaron las vendas de las heridas y se quemaron documentos a fin de tener luz suficiente para perpetrar los robos. Todas las provisiones del hospital fueron consumidas o desperdiciadas en cuestión de horas. Uno de los asaltantes, un tipo realmente joven, estalló de pronto en lágrimas pues todavía no había encontrado un reloj. Levantó tres dedos. Iba a fusilar a tres personas si no conseguía uno en seguida.” Y le consiguieron un reloj de pulsera. (…) Los soldados golpeaban, robaban y desnudaban a la gente, y si eran mujeres, las violaban. Por todas partes podían oírse los gritos de las mujeres: “Schiess doch!”, gritaban (¡Vamos, dispara!). Las enfermeras del hospital fueron violadas por “niños sedientos de sangre” que no tenían más de dieciséis años. Lo peor llegaría cuando los rusos encontraran alcohol. El 11 de abril localizaron la destilería Menthal de Konigsberg. A continuación incendiaron los sectores de la ciudad que no habían sufrido daños”.
Recomiendo este libro.