Nº 2137 - 26 de Agosto al 1 de Setiembre de 2021
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn la columna de la semana pasada señalaba algo que me parecía evidente pero que, a la luz de los hechos, quizá no lo sea tanto. Hablando de la lucha de los partidos por la popularidad, señalaba que la forma más obvia de que esa lucha no terminara siendo una traba a la hora de resolver los temas complejos que enfrenta el país (muchos de ellos a mediano y largo plazo) era que todos aquellos que tienen la posibilidad de gobernar dedicaran una parte de su tiempo a consolidar unos mínimos comunes que permitan que, gobierne quien gobierne, el país camine esencialmente en una misma dirección. En resumen, que para hacer política con sentido de Estado hace falta elevar la mirar y sacar la cabeza del balde partidario.
Un ejemplo reciente y que viene como anillo al dedo fue la interpelación parlamentaria por la concesión del puerto de Montevideo. Un acuerdo firmado por el Poder Ejecutivo rechazado de manera frontal por la oposición. Una oposición a la que se le enrostra el acuerdo firmado con UPM hace unos años. Un tiroteo de pasteles de crema a la cara que se sostuvo durante unas cuantas horas y en el que, más allá del justo ejercicio democrático que implica una interpelación con argumentos y con sus correspondientes respuestas, no apareció una sola voz que lograra salir de la trampa partidaria que por enésima vez se activó allí.
¿A que me refiero con “trampa partidaria”? A que en esas veinte horas (20) de interpelación no apareció una voz que se interesara por ofrecer a la ciudadanía algo más que variantes de lo que en España se conoce como el “y tú, más”. Esa idea de que asuntos complejos como una concesión portuaria que abarca varias décadas y que evidentemente implicará a todos los partidos a lo largo de los años se puede resolver sin tomar en cuenta lo que opina medio país. O, peor aún, a puertas cerradas entre las autoridades ministeriales y los concesionarios, como si fuera un asunto de gobierno y no uno de Estado. Lo mismo se puede decir del acuerdo firmado por el gobierno anterior con UPM.
No es raro que esto sea así, es verdad. En Uruguay la frontera entre partido, gobierno y Estado es sistemáticamente borroneada por quienes están en el poder. Esa ha sido la norma de todos los que han gobernado, al menos desde que tengo registro personal, esto es, desde la vuelta de la democracia en 1985. Y ese gesto, de republiqueta bananera, ha sido una constante a izquierda y derecha: el uso patrimonial del aparato estatal, la “confusión” sistemática entre lo público y lo privado, la idea algo perversa de que un gobernante es apenas correa de transmisión de los intereses de un sector. Es verdad también que los países de la región suelen ser peores que nosotros en ese sentido, pero ese es un consuelo vano y facilón: para crecer hay que medirse con quienes hacen las cosas mejor, no con quienes las hacen peor.
Lo insólito, creo yo, es que el mecanismo para “resolver” estos asuntos sea siempre retrospectivo: ahogado el niño nos peleamos un rato para decidir cómo tapamos el pozo, sabiendo que en breve se ahogará otro niño porque nadie está mirando los pozos futuros. Interpelamos y decidimos por mayoría parlamentaria que el asunto está resuelto. Sin embargo, cualquiera que peine canas y se interese por estos temas sabe que el del puerto no es el primer caso ni, si seguimos manejándonos así, tampoco será el último. Por eso se me hace difícil tragar con la idea de que la “solución” a problemas recurrentes y que implican al Estado en inversiones y concesiones monumentales a largo plazo pueda ser una política de parches armada a posteriori y tras choques retóricos de tono subido.
Como bien apuntaba en un interesante intercambio en Twitter Luis Mardones, exdirector de Cultura del MEC, “los grandes asuntos nacionales, que comprometen al país por décadas, exigen acuerdos igualmente grandes. Deberíamos entender que si Francia o Alemania no pueden tener en los asuntos de Estado dos proyectos de país, Uruguay, por territorio, población y economía lo puede menos”. Y ojo que Mardones no estaba allí señalando a ningún partido en particular, se refería a todos, al conjunto de los partidos que han gobernado o tienen posibilidades de gobernar.
La idea de que es posible tener dos políticas de infraestructuras o dos políticas de licitaciones y concesiones es absurda en un país que tiene el tamaño de un sello de correos y más o menos el mismo presupuesto que una dirección de correos. Aquello de los dos proyectos de país puede ser un excelente recurso retórico para los partidos, que necesitan diferenciarse de los otros partidos y mostrar sus errores o inconsistencias. Declarar que existe una mitad “mala” que quiere reventar el país mientras que la mitad “buena” quiere hacer el bien puede ser un recurso efectivo para ganar votos en campaña electoral, pero es un mamotreto inviable en los hechos. La política de inversiones (o de infraestructuras, concesiones o licitaciones) de un país como Uruguay no puede ser decidida por un grupo de técnicos y políticos en un cuartito cerrado. No puede ser decidida ni siquiera por un gobierno en particular. Tiene que ser resultado de un acuerdo de mínimos que funcione a mediano y largo plazo entre todos aquellos que pueden gobernar. Tiene que ser resultado de un acuerdo de Estado.
Por traer un ejemplo externo: la más reciente Ley de Contratos del Sector Público de España es de 2018. ¿Quiere esto decir que hace cuatro años España no tenía una ley específica? No, quiere decir que fue en 2018 cuando España adaptó su normativa a las directivas europeas en la materia, que son de 2014. Según apunta en su preámbulo dicha ley, su objetivo es “diseñar un sistema de contratación pública, más eficiente, transparente e íntegro, mediante el cual se consiga un mejor cumplimiento de los objetivos públicos, tanto a través de la satisfacción de las necesidades de los órganos de contratación como mediante una mejora de las condiciones de acceso y participación en las licitaciones públicas de los operadores económicos, y, por supuesto, a través de la prestación de mejores servicios a los usuarios” de estos. O sea, construir herramientas que permitan que cualquier empresa de los países de la Unión Europea pueda presentarse a una licitación del Estado español. Y viceversa, que una empresa española pueda licitar, a través de un proceso sencillo y transparente, en cualquier Estado miembro. Transparencia y eficiencia para evitar la sospecha de medio país.
Quizá sea un buen momento para asumir que las diversas miradas sobre el quehacer político necesitan levantar la mira y apuntar como mínimo hasta el mismo punto en el tiempo en que nos llevan los contratos y acuerdos que nuestros representantes firman por nosotros. Que ser gobierno no es exactamente lo mismo que ser Estado. Que son indispensables las políticas de Estado pactadas entre todos aquellos que pueden terminar firmando en el cuartito esos temas estratégicos. Y que lo peor que podemos hacer es seguir intercambiando insultos en el Parlamento, con la mirada clavada en el pasado, listos para reprocharle al otro lo mismo que hicimos nosotros.