Nº 2165 - 10 al 16 de Marzo de 2022
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáDos años en un gobierno es mucho tiempo. Puede parecer que no, que aquel sol de la banda presidencial estrenada el 1º de marzo de 2020 brilla todavía como nuevo, pero es inevitable que los centenares de días transcurridos lo vayan opacando. Por más que los últimos 24 meses hayan sido en pandemia y que recién ahora la agenda pública comience a ampliarse y a salir de los hospitales y de las casas encuarentenadas. Por más que la popularidad del presidente Luis Lacalle Pou siga siendo alta, por encima de los votos que lo llevaron a donde está. Por más que el inicio esté todavía más cerca que la meta y que queden muchos puntos por tachar en la lista que convenció a más de la mitad de los uruguayos en las urnas. El tiempo pasó y nunca es inocuo.
Es posible abordar desde muchas perspectivas ese transcurrir del poder logrado por una coalición de cinco partidos políticos, que hacía 15 años que no accedía al gobierno. Se pueden poner un montón de números y porcentajes y programas y leyes arriba de la mesa. Ir ministerio por ministerio, dirección por dirección, ente autónomo por ente autónomo, haciendo una radiografía de lo ocurrido y proyectándolo al futuro. Eso es lo que hizo Lacalle Pou el 2 de marzo ante la Asamblea General del Poder Legislativo y está muy bien. Es parte de su trabajo, por el cual todos le pagamos el sueldo mes a mes.
Pero por abajo de esa institucionalidad muy respetable aunque un tanto barroca, también hay otras formas de analizar lo ocurrido. A veces es muy útil detenerse en lo que no se ve a simple vista ni se puede describir con números o logros concretos. Una de las formas de hacerlo es observar todos aquellos movimientos subterráneos que van marcando la línea divisoria entre los que mandan y los que no, y los cambios que se hayan producido al respecto.
En los hechos, el que verdaderamente manda en este gobierno es una sola persona: el presidente. La estructura de poder instalada desde el 1º de marzo de 2020 es claramente piramidal y en la cima hay lugar solo para uno. Pero más allá de la —a esta altura— obvia constatación, los escalones por debajo de esa cúspide poderosa sí han tenido cambios. No el inmediato, integrado por no más de tres o cuatro personas, definidos en el Palacio Legislativo como “los hombres del presidente”. El revuelo es un poquito más abajo, donde entran los ministros y algunos dirigentes políticos de primera línea. Allí sí hubo movimientos, cuestionamientos, aislamientos y algunos desplazamientos importantes, casi que en silencio, aunque digan mucho.
De aquella foto del escenario en la plaza Independencia en el que se estrenaba un nuevo gobierno, solo unos pocos han quedado por el camino. Algunos por errores propios o conductas sospechosas, que ahora están siendo investigadas por la Justicia, como el exministro de Turismo Germán Cardoso. Otros por circunstancias trágicas, como el exministro del Interior Jorge Larrañaga. Pero otros, en los que me interesa detenerme, porque no lograron amoldarse a un mundo que evidentemente les era ajeno. Llegaron como outsiders, como técnicos zambullidos con elegancia y convicción en la piscina política, pero no lograron avanzar en ella.
El caso más emblemático, por ser el primero y más ruidoso, fue el de Ernesto Talvi. Como candidato presidencial colorado, Talvi lideró a un grupo que creció rápido con un discurso centrado en una nueva forma de hacer política. Como uno de los principales socios y canciller del gobierno, quiso instalar una dinámica distinta y grandilocuente que lo terminó empujando al precipicio. La política cotidiana no era para él y se dio cuenta tarde. Perdió su batalla o peor todavía: renunció a tenerla.
Lo de Pablo Bartol en el Ministerio de Desarrollo Social fue distinto. A Bartol lo renunciaron. Fue uno de los preferidos del presidente durante la campaña electoral, elegido por su alto vuelo técnico y compromiso social. Pero al ponerse el traje de ministro la realidad política lo pasó por arriba. Quedó solo, en medio de un campo de batalla que no era el suyo y en el que todos le daban la espalda. Cayó por ser sapo de otro pozo.
Ahora son otros los destinatarios de las críticas y del malestar de algunos dirigentes con trayectoria en la arena política. Uno es el canciller Francisco Bustillo, como quedó en evidencia los últimos días, luego de que cometiera un error que casi le cuesta el cargo. Lacalle Pou fue el que no lo dejó caer, pero varios de sus pares dieron un paso atrás para alejarse del problema. No lo sienten como uno de los suyos, lo ven como un diplomático, amigo de la familia del presidente pero sin haber recorrido el complicado camino que tienen que transitar casi todos los demás para llegar a ser ministros.
Otro de los que ha sido puesto en el banquillo de los acusados, aunque no de forma pública, es el ministro de Educación y Cultura, Pablo da Silveira. De un tiempo a esta parte, algunos de sus compañeros manifiestan por lo bajo discrepancias con su accionar y su perfil demasiado bajo. Argumentan que no entiende el ritmo y la forma en que funciona el poder político, algo que lo está aislando lentamente, según dicen. Da Silveira es otro de los elegidos por Lacalle Pou no por sus votos sino por su capacidad y lealtad. Otro de los outsiders que entró en un mundo poco conocido y que ahora lo resiste.
Con Azucena Arbeleche, la ministra de Economía, pasa algo parecido pero a menor escala. Ella también pertenece a los ministros que se hicieron conocidos al lado del presidente y no por los votos. Su espalda política es la de Lacalle Pou, pero para muchos juntavotos eso no es suficiente. Creen que tampoco maneja los códigos políticos necesarios como para estar en su cargo. La ven como demasiado técnica.
Es bastante sintomático que de todos los ministros que asumieron el 1º de marzo casi sin vínculos con la política tradicional, prácticamente ninguno haya sobrevivido sin heridas. Quizá uno de los únicos sea Omar Paganini, ministro de Industria, una excepción que puede servir para confirmar la regla. En los demás lados, la política más tradicional, esa que sobrevive a los años, a los cambios de partidos en los gobiernos y a los anuncios más revolucionarios, parece estarle ganando una vez más la disputa a esa que se denomina nueva política y que tanto gusta a los outsiders. Una vez más, lo político (tradicional) queda por encima de lo político (renovador).
Y cada día que pasa es un día menos para las próximas elecciones nacionales. Ante ese panorama, pensar que la tendencia actual vaya a cambiar es bastante ilusorio, por no decir estúpido.