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    Lo que el viento se viene llevando

    Columnista de Búsqueda

    N° 1938 - 05 al 11 de Octubre de 2017

    “La política se termina cuando ya no se quieren razones ni explicaciones sino confirmaciones. Lo que queda entonces es puro populismo”. Escribí esta frase en Facebook como corolario de un día en donde había ligado toda clase de tortazos retóricos por la última columna que se publicó acá, donde hablaba de Cataluña. Como la tendencia en las redes parece ser la de estar a la espera de que alguien publique algo que nos moleste, casi de inmediato aparecieron respuestas recordándome que la humanidad está hecha de emociones y que pretender separar lo razonable de lo emocional es imposible. Lo que podía leerse entrelíneas era que mi frase mostraba que yo era un tipo más bien jodido que no respetaba las emociones y los sentimientos ajenos.

    Obviamente la frase no quiere decir que las emociones no existan en la política o que deban ser eliminadas de ella. Lo que intentaba decir es que lo que conocemos como política en el sentido amplio, ese que abarca incluso a quienes no les interesa “la política”, ese debate en la plaza pública en el que más o menos nos vamos poniendo de acuerdo, implica poder contar con un terreno en común sobre el cual sentarse a debatir. Y que más o menos desde la Ilustración para acá, ese terreno venía siendo la racionalidad. Y que cuando el debate político se desplaza de esa racionalidad al combate entre distintas emociones, el terreno común se va haciendo cada vez más estrecho y lo que prima es el choque. Como todo el mundo sabe, las emociones no admiten discusión: nadie puede decirnos qué cosas podemos sentir y qué cosas no.

    La elección histórica de la racionalidad como terreno común no es casual ni caprichosa. La racionalidad, prima hermana del método científico, es el instrumento que nos permite evaluar nuestras acciones, analizar las relaciones entre actores políticos, abstraer, sacar conclusiones generales a partir de casos concretos, etc. No es un método categórico ni definitivo: en vez de aportarnos certezas, nos permite esquivar desvíos inconducentes y despeñaderos colectivos. Eso sí, una cosa es decir que la racionalidad es buena herramienta para intercambiar ideas y otra, mucho más ingenua, pensar que el mundo en que vivimos es resultado de la aplicación estricta y universal de esa racionalidad.

    De hecho, buena parte de las decisiones políticas que se toman en el mundo, la mayoría seguramente, no son racionales ni mucho menos. Ni tampoco las decisiones no políticas. Se podrá argumentar entonces ¿para qué insistir en algo a lo que en general no se le da pelota? Bueno, tampoco se le da pelota a muchos derechos establecidos por Naciones Unidas y sin embargo parece una buena idea seguir empujando en dirección a su aplicación. Porque empíricamente, es decir a través de datos contrastados sabemos que, por ejemplo, las personas que viven en regímenes que respetan los derechos humanos, viven mejor que aquellas que viven en donde no se los respeta.

    El segundo elemento para que en la plaza pública se pueda establecer un debate político con un terreno común, es que los distintos actores se reconozcan como iguales y mutuamente válidos para el intercambio. Si yo digo que alguien por ser negro o petiso o calzar 43 no es digno de participar en el debate, estoy haciendo imposible el debate. Por eso la idea de ciudadanía, al menos antes de la explosión de las políticas identitarias, se centraba en desarrollar todo lo posible la igualdad entre ciudadanos. Esa idea, como la de la racionalidad, también se ha venido erosionando y genera el mismo interrogante: ¿qué sentido tiene insistir con la igualdad ciudadana si en todos estos años no hemos logrado que todos seamos iguales en derechos y obligaciones? La respuesta que se viene dando recientemente parece ser la de tirar el niño con el agua sucia: si no hemos conseguido ser iguales, al diablo la igualdad y generemos en su lugar una batería de políticas que apunten a satisfacer la constelación de demandas sectoriales existente. Comenzando, eso sí y por conservar alguna clase de sentido de justicia, por la reparación de quienes han sido menos iguales con las políticas previas. Mi respuesta en cambio, sería la misma que en el ejemplo de los derechos humanos: es verdad que no se ha conseguido una igualdad absoluta y que esta es, de hecho, una utopía. Pero los ciudadanos viven mejor en aquellos países que más y mejor han desarrollado esa idea.

    Esa tendencia a la fragmentación de derechos que antes eran considerados universales, ha ido potenciando también la idea de que no son los ciudadanos el sujeto de la política sino sus identidades. Mejor dicho, aquellos aspectos de sus identidades que ellos deciden presentar en la arena política. Alguien puede ser hincha de Boston River, fan de la garrapiñada, amante de las novelas de Harry Potter y gay, pero a la arena de la política actual solo presentará aquel aspecto de su identidad que tiene un valor tasable en el mercado político. Comentario al margen, esa forma de gestionar el debate público tiene el aroma inconfundible de los economistas clásicos: en vez de que el Estado vele por el desarrollo y la garantía de los derechos ciudadanos, las distintas identidades se disputan unos recursos estatales escasos en pro de su identidad y de la de su colectivo.

    El problema de esta tendencia es, como se apuntó al comienzo, que va dejando cada vez menos espacio para el intercambio de razones. Como los sentimientos no pueden ser objeto de debate y son los sentimientos (o las identidades) los que dirigen el intercambio, cada vez importan menos los datos, la información contrastada, los argumentos que intentan construir una lógica interna fuerte que los haga potentes en el intercambio. Peor aún, desde hace un tiempo intentar ofrecer argumentos sólidos en un intercambio político es visto como una ofensa a la sensibilidad del oponente. ¿Cómo atreverse a oponer la lógica de la estadística cuando la otra persona se siente dolida por las conclusiones que extraemos a partir de esos datos estadísticos?

    Cuando los justicieros del teclado se agitan ofendidos, lo hacen en la convicción de estar haciendo el bien, sin la menor conciencia de que ese mecanismo de justicia por la emoción no hace mejor a la política sino lo contrario. Lo que hace es ir lijando cada vez más el fino hielo sobre el que nos paramos para construir consensos y políticas colectivas de largo aliento hasta terminar con la posibilidad misma de la política. Y es que en eso la política es como el fútbol: no cuentan las intenciones sino las veces que el arquero va a buscar la pelota del fondo del arco. La ofensa, la superioridad moral o el victimismo como argumentos, lo que hacen es eliminar al oponente como interlocutor válido y diluir la posibilidad del intercambio. Y cuando eso ocurre, cuando el oponente pasa a ser un malvado cargado de intenciones siniestras, la agresión salta fácil y la manada de justicieros se coordina casi sola. Si estos son los buenos haciendo el bien, Dios nos libre entonces de conocer a los malos en una mala tarde.