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La pregunta por la procedencia del derecho encontró una respuesta creativa en el pensamiento de Georg Jellinek, que en la última mitad del siglo XIX, al igual que Iering y Spencer, dio un giro —denominado laxamente liberal— a la filosofía imperante en las academias jurídicas. El derecho, explicó en su libro L’État moderne et son Droit (Hachette, París, 2023), es consecuencia y expresión del autocontrol del Estado. Este autocontrol es la base directa de la obligatoriedad del Estado por su derecho y esto se logra mediante el reconocimiento de la importancia de los derechos subjetivos por parte de las personas sujetas al Estado. El poder del Estado adquiere el carácter de poder jurídico, y sus intereses, el carácter de intereses jurídicos. “El Estado —argumentó el pensador— se convierte en sí mismo en una persona limitada en el aspecto jurídico”. Solo porque el Estado se considera limitado en el aspecto jurídico se convierte en sujeto de derecho.
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En debate con sus contemporáneos alineados en la tradición natural, estableció que los derechos públicos subjetivos de los ciudadanos, como los derechos del Estado, solo son posibles mediante el reconocimiento de las obligaciones legales del Estado. Y lo interesante, y para mí polémico, es que la definición de los derechos públicos subjetivos de los ciudadanos está indisolublemente ligada, según Jellinek, a la consideración del Estado como sujeto de derecho, al reconocimiento de sus derechos y obligaciones como sujeto. Entendía la necesidad de reconocer la conexión entre los ciudadanos y los organismos estatales y el Estado en su conjunto como elemento clave para fundamentar los derechos públicos subjetivos de los ciudadanos.
Para esclarecer su perspectiva al respecto, procedió a una clasificación de los derechos de los ciudadanos en relación con el Estado que desde entonces puede considerarse central en la comprensión de esas complejas relaciones. Dijo que había que distinguir entre estatus negativo, es decir, el derecho a una esfera libre, independiente de la influencia de los órganos estatales, estatus activo, o lo que admite como el derecho de los ciudadanos a participar en el ejercicio del poder estatal, y por último el llamado estatus positivo, que es el actualmente harto derecho del individuo a recibir apoyo del Estado en casos de graves emergencias.
Como otros pensadores de su linaje, Jellinek concedía gran importancia a los derechos y a las libertades como actividades individuales condicionalmente libres de interferencia estatal. Al igual que Iering, defendió la necesidad de “vincular al Estado” por la ley creada por él, prevaleciendo la convicción sociopsicológica de que “el poder del Estado tiene sus límites, que no somos esclavos del Estado, sujetos a un control ilimitado de un poder muy poderoso”. Acaso interferido por su apasionada lectura de Rousseau y en parte insuflado por el aliento retórico de la asonada de 1789, asignó un poder desmedido, una aureola sin justificación y un trono inmerecido a la veta parlamentaria de la realidad política. Decía que el Estado moderno iba camino a convertirse en un representante de los intereses generales y solidarios de su pueblo. Su voluntad debe ser expresada por una institución representativa (el Parlamento): “En un Estado con una forma representativa de gobierno, el pueblo, como único elemento del Estado, es al mismo tiempo un miembro activo del Estado, un organismo estatal colegiado”.
En las casi antípodas de esta candidez se encuentra el decisionismo de Carl Schmitt, que sitúa al “garante de la Constitución”, es decir, al presidente del Reich, por encima de la función representativa del Reichstag. Defiende Schmitt de manera consistente la tesis de que casi cualquier cuestión de derecho se reduce a una determinada decisión política o, más precisamente, a su correcta formulación posterior. Su argumento y a la vez tesis principal es que el derecho estatal (constitucional) es sobre todo derecho político. Así, desde el punto de vista de Carl Schmitt, el monopolio político del Estado solo se justifica en esa condición. En última instancia, estamos hablando de los límites reales del poder coercitivo, que en principio pueden poseer no solo los órganos de poder político, sino también el poder social, por ejemplo, las asociaciones de empresarios o los sindicatos.
Según Schmitt, con quien no me imagino en desacuerdo en este y en otros puntos conexos, solo el Estado debería tener prácticamente el máximo poder de coerción, solo el Estado como organización de la unidad política de la nación tiene el voto decisivo y solo el Estado debería tener el monopolio de coerción en relación con cualquier centro de poder social dentro del país.