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El tráfico de drogas parece haber ganado la batalla y ese es un tema que habría que abordar primero: legalizarla toda, combatirla de otra manera, cambiar la estructura carcelaria, todo eso debería estar arriba de la mesa
Hacen falta señales fuertes. Algún golpe de efecto que sacuda toda la estantería. Y no es una cuestión de quién ha promovido más medidas, si este gobierno o el anterior. No es por ahí. O sí lo es en el debate político-partidario, pero nada de eso mejora la cuestión de fondo, la que verdaderamente importa y que está afectando cada vez más a todos los uruguayos.
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La gente se siente insegura, vive con miedo. En especial en Montevideo y en algunas de las principales ciudades del interior uruguayo. “Vivir sin miedo” era el eslogan de una campaña encabezada por el fallecido líder blanco Jorge Larrañaga en 2019. Fracasó. Casi nadie puede vivir sin miedo todavía y ya pasaron más de cinco años.
En el medio gobernaron el Frente Amplio y la coalición republicana. No es un problema del que alguno de los dos bloques políticos en los que se divide Uruguay se pueda desentender. Es inútil la discusión sobre la cantidad de delitos porque la realidad abofetea en la cara a los que piensan que todo se soluciona con estadísticas, que además muestran escasas diferencias.
No estamos mejor. Es obvio eso. Y la debacle se arrastra desde hace mucho más que un período de gobierno. Eso también es evidente. Salta a la vista que los retoques en las políticas para mejorar la seguridad que siguieron adelante las distintas administraciones, por más significativos que hayan sido, no cambiaron el problema central.
Podrá haber un poco menos de delitos, pero los que permanecen y se incrementan son los más violentos. Las bandas de narcotraficantes a gran escala o que manejan el microtráfico local han transformado algunos barrios de Montevideo en trincheras de guerra y se comunican diariamente a balazos, en medio de niños y vecinos inocentes que conviven con la muerte.
Hace ya un tiempo que la situación está fuera de control. Tiene razón el ministro del Interior, Carlos Negro, cuando dice que “está perdida” la guerra contra los narcos y que hay que cambiar de estrategia. No tiene sentido discutir lo que rompe los ojos. El problema es cuando se recurre a eso como excusa para no hacer nada o para hacer modificaciones mínimas a lo ya probado más de una vez sin éxito.
Por eso el sacudón tiene que ser grande. Hay que cambiar las formas. Y para eso es necesario algo realmente disruptivo. No alcanza con declaraciones de intención ni tampoco con nuevas autoridades o con más infraestructura y presupuesto.
Un ejemplo. Algo en lo que todos los partidos políticos parecen estar de acuerdo es en crear un ministerio de justicia y derechos humanos como para descomprimir al Ministerio de Interior y a otras áreas del Estado vinculadas con el delito. Lo ven como una forma de colocarlas en el centro del Poder Ejecutivo y darles rango ministerial a cuestiones vinculadas con la administración de justicia y en especial con el manejo de las cárceles.
Hay casi unanimidad. Es más, la creación del ministerio de justicia y derechos humanos estaba en los dos principales programas de gobierno, el del Frente Amplio y el Compromiso para el país, que agrupó las principales ideas de la coalición republicana para la segunda vuelta electoral. Los únicos que se opusieron fueron el referente de Vamos Uruguay y senador colorado, Pedro Bordaberry, el conductor de Cabildo Abierto, Guido Manini Ríos, y otros dirigentes medios.
Los principales bloques políticos uruguayos también están de acuerdo en las funciones que debería tener ese nuevo ministerio. Una de las principales, coinciden los programas de gobierno que se contrapusieron para la segunda vuelta electoral de noviembre pasado, es hacerse cargo del Instituto Nacional de Rehabilitación, organismo al frente de todas las cárceles del Uruguay. A eso se le sumarían las “políticas públicas de justicia”, la “prevención de las diferentes formas de violencia y del delito” y otros asuntos referidos a los “registros públicos” dependientes del Ministerio de Educación y a los juicios que enfrenta el Estado.
La parte de las cárceles es la más importante, teniendo en cuenta la situación actual de Uruguay. Es allí donde se pueden ver con mayor claridad muchísimas de las deficiencias que los distintos gobiernos siguen arrastrando. Por varios motivos. Primero, porque están superpobladas, con uno de los mayores números de presos por cantidad de población en el mundo. Segundo, porque en ellas conviven los verdaderos profesionales de la peor delincuencia con los principiantes, que terminan siendo reclutados para subir de categoría en el delito. Tercero, porque es muy bajo el porcentaje de reclusos que logran adquirir un oficio o avanzar en sus estudios allí adentro, por más que algunos lo hagan y varias instituciones públicas y privadas se esfuercen en favorecerlo. Y cuarto, porque los que quedan en libertad, alrededor de 30 por día en promedio, son en su mayoría empujados hacia la hostilidad, sin vínculos familiares, dinero o trabajo, y terminan siendo habitantes de la calle o al poco tiempo vuelven a delinquir y caen presos.
Por eso, a priori, no parece ser una mala idea la de un ministerio que concentre energías en las cárceles, como forma de revertir, aunque sea en parte, los problemas de inseguridad. Su creación es una discusión que probablemente se dé este año, según consignó Búsqueda en su última edición, aunque existen diferentes posturas entre algunos de los principales jerarcas de la Presidencia de la República.
Pero hay un impedimento muy importante al respecto. Todavía no parecen estar dadas las condiciones en Uruguay para el correcto funcionamiento de un ministerio de justicia. Primero, porque existe una creciente judicialización de la política, y un ministerio destinado exclusivamente a la justicia no hará más que fortalecer esa idea de que desde la política, y especialmente desde el gobierno de turno, se pretende intervenir en las cuestiones judiciales. Cualquier movimiento que haga ese nuevo ministerio será interpretado por propios y extraños, por oficialismo y oposición, como una jugada de una de las partes en la que se encuentra dividido el país y eso no hace más que echar leña al fuego.
Y segundo, porque no parece prioritario destinar más infraestructura institucional y gasto del Estado en este momento para revertir la situación. El presupuesto designado a la seguridad interna se ha multiplicado en los últimos períodos de gobierno sin resultados muy significativos. Los distintos partidos se siguen echando en cara los números de los delitos mientras crecen las bandas de narcotraficantes y los homicidios. Otra vez, el tráfico de droga parece haber ganado la batalla y ese es un tema que habría que abordar primero. Legalizarla toda, combatirla de otra manera, cambiar la estructura carcelaria, todo eso debería estar arriba de la mesa para lograr resultados de fondo.
Después, que vengan los ministerios y las nuevos organizaciones estatales, pero primero que todo el sistema político tome conciencia de que no es con más estructura y cargos públicos que se soluciona el problema.
Antes que un ministerio, justicia. Ese debería ser el camino. Y, de seguir así, los que menos justicia tendrán serán los ciudadanos comunes, que serán cada vez más víctimas de una guerra que no les pertenece.