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    Los 195 años de la ley de independecia: preguntas y problemas

    Nº 2087 - 3 al 9 de Setiembre de 2020

    Separar la hojarasca en las narraciones sobre la “independencia” es una tarea engorrosa, donde hay que luchar con relatos demasiado fáciles, demasiado ficticios e ideales. El hecho de que la playa de la Agraciada mutó su nombre para hacerlo más presentable no puede dejar de levantar sospechas sobre la construcción intelectual. El lugar se llamaba playa de la Graseada —porque allí tiraban la grasa los saladeros— y, para darle un nombre más acorde con la importancia sobre lo que aconteció en sus arenas el 19 de abril de 1825, Domingo Ordoñana se preocupó de cambiar alguna letra. ¿Domingo Ordoñana? Resultó que el hombre en cuestión fundaría la Asociación Rural del Uruguay (ARU), fue uno de los constructores del Uruguay moderno y como persona inteligente y culta estaba preocupado por que el país donde había invertido tuviera el sentido de nación como forma de tener un Estado central fuerte y funcional. La construcción nacional para Ordoñana y sus amigos de la ARU era clave para asegurar sus inversiones y sus ganancias. De allí su interés de afirmar los mitos fundacionales como manera de “civilizar” el país, estabilizarlo y hacerlo entrar en una nueva época. Para eso las tradiciones históricas son fundamentales, cosa que Ordoñana sabía muy bien; por tanto, resignificó a los Treinta y Tres, los mitificó. Más tarde las mejores plumas del país crearon un relato acorde con la nueva realidad. Desde ese momento costó hacer análisis histórico científico.

    La región

    Entre 1820 y 1825 las Provincias Unidas del Río de la Plata habían logrado un statu quo y cierta tranquilidad luego de 10 años terribles de revolución. Sin embargo, el sistema era frágil y tenía aún varios puntos críticos sin solucionar. El Estado no existía, el Pacto del Cuadrilátero entre Buenos Aires, Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe había estabilizado la situación y el acuerdo fue realizar una alianza ofensiva-defensiva que delegue el control de las relaciones exteriores y de la dirección militar en Buenos Aires. El general Martín Rodríguez fue electo gobernador porteño y gracias a su moderación, su sensatez y su habilidad logró llevar el proceso de manera satisfactoria. Bernardino Rivadavia lo acompañó como ministro. El desarrollo de la minería, la creación del Banco Nacional y la ley de enfiteusis, si bien fueron solo proyectos y en el caso de la enfiteusis un acto de corrupción que benefició a la oligarquía vacuna, el gobierno de Rodríguez y Rivadavia permitió tener un lustro de tranquilidad para recuperar la muy dañada economía e intentar dar los primeros pasos en la construcción del Estado central.

    Sin embargo, había una piedra en el zapato: la Provincia Oriental, entonces llamada Cisplatina, ocupada por Portugal primero y desde 1822 por el Imperio de Brasil, era, para todos, un problema de múltiples dimensiones.

    Las raíces del problema

    Para las oligarquías regionales el artiguismo había sido terrible. Autoritario, generador de desorden social, caotizó la región habilitando al pobrerío rural y a los gauchos a enseñorearse por encima del orden social establecido. El dominio artiguista en Montevideo era recordado como la peor pesadilla; la ciudad patricia sufrió todo tipo de atropellos por parte del gauchaje, sin respetar las bases mínimas de la vida civilizada. Otorgués fue odiado por la vecindad “decente” de la Muy Fiel y Reconquistadora, y si bien su sustituto Miguel Barreiro pudo poner algo de orden, los abusos y el caos siguieron siendo la norma, principalmente, en la ruralía provincial. Por eso apoyaron la invasión lusitana y recibieron a Lecor bajo palio y con inmensa satisfacción le entregaron las llaves de la ciudad. El Barón de la Laguna pacta con ellos, los integra al sistema portugués en el Congreso Cisplatino y ennoblece a los más cercanos. Así tuvimos marqueses y condes y toda la parafernalia monárquica. Rivera pacta con Lecor transformándose de hecho en el nuevo caudillo provincial. El sistema cisplatino era simple y claro; el pacto con el patriciado y el caudillo implicaba que los primeros administraban desde la ciudad-puerto y el segundo contenía a los paisanos y los gauchos que aún añoraban a Artigas y su tiempo. En contrapartida Portugal garantizaba seguridad, libre comercio y el derecho de propiedad. Ningún punto de este pacto se cumplió.

    El saqueo ganadero y el robo de estancias fue la tónica durante la época cisplatina. El traslado de 4 millones de cabezas a Río Grande del Sur disparó la industria saladeril riograndense a niveles impensados pocos años antes. El robo descarado del ganado y la apropiación de la tierra causaron un gran malestar en la campaña y el prestigio de Don Frutos como caudillo y, por lo tanto, como protector de la paisanada, cayó en picada. En Montevideo la situación no era mejor.

    El sueño del libre comercio se hundió en poco tiempo. Y no solo eso, la represión en la ciudad, el espionaje del Estado luso-brasileño y la disposición de los colaboracionistas a imponer los criterios de la metrópoli promovieron un clima tenso, donde la insatisfacción era la tónica que fracturaba al patriciado y, probablemente, a la población montevideana, que no pasaba de los 10.000 habitantes.

    Cuando en 1822 Brasil se independiza estalla la primera revolución oriental liderada por el Cabildo de Montevideo, presidido por Cristóbal Echevarriarza. El objetivo era reincorporar la Cisplatina a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Lavalleja se suma a la patriada, rompiendo sus vínculos con los lusitanos. Cruza al litoral y Buenos Aires en busca de ayuda, pero los tiempos, las presiones políticas contrarias a intervenir en la Provincia Oriental y la victoria brasileña en Montevideo terminaron con el intento.

    Sin embargo, los orientales en Buenos Aires, vinculados al federalismo y a los intereses de la oligarquía vacuna, calibraron las posibilidades. Pedro Trápani, estanciero y saladerista del sur de la Provincia de Buenos Aires, conocía tan bien como cualquiera la situación económica. Efectivamente, en el litoral y en Buenos Aires la escasez de ganado era crítica. En el litoral quizá hubiera una existencia no mayor de 40.000 cabezas, cuando en las épocas de bonanza las vacas se contaban por millones. La crisis era de tal magnitud que ni siquiera había carne para el abasto de la población. En consecuencia, el precio del ganado se disparó a un promedio de 17 a 20 pesos, cuando pocos años antes una vaca se compraba por monedas. En proporción a lo anterior, el valor de la tierra se deprimió a niveles desconocidos; sin ganado la tierra no valía nada. Algo similar sucedía en la Provincia Oriental, donde el saqueo ganadero obligaba a los paisanos a comer carne de caballo, capinchos y mulitas. El grueso del stock estaba en el sur de Brasil.

    Trapani es el encargado de recolectar el dinero para la Cruzada de los Treinta y Tres, y los donantes fueron todos estancieros, comerciantes portuarios y saladeristas, o sea, todos los sectores interesados en la recuperación del stock ganadero para reiniciar sus negocios. Y el ganado estaba en Río Grande; cualquiera que vea el mapa sabe que hay que atravesar la Provincia Oriental para conseguirlo.

    Los Treinta y Tres cruzan apoyados económicamente por estos sectores con el objetivo de recuperar las existencias vacunas cuanto antes. Pero además tenían un objetivo político, directamente vinculado al económico, que buscaba la recomposición del espacio territorial argentino en clave federal porteña. Por eso los colores de la bandera (rojo, azul y blanco) con la leyenda Libertad o Muerte.

    Efectivamente, esta revolución federal liderada por Lavalleja buscaba la reincorporación de la Provincia Oriental en un momento central del proceso político de las Provincias Unidas. La Asamblea Constituyente se había establecido en 1824 con la intención de redactar una constitución que fundara de una buena vez el Estado argentino. Los federales porteños liderados por Dorrego consideraban que “la nación argentina” estaba incompleta al no contar con la Provincia Oriental. Integrado por los grandes estancieros saladeristas y algunos comerciantes ultramarinos importantes, el federalismo porteño fue “el partido de la guerra”, el sector que desde la constituyente promovía la creación de un ejército para atacar a Brasil y recuperar la Provincia Oriental.

    Para desencadenar la guerra y neutralizar las resistencias internas, había que originar un hecho consumado, un episodio que por su trascendencia contara con la simpatía de la opinión pública. ¿Qué mejor, entonces, que 33 hombres cruzaran a lo guapo a enfrentarse con un enemigo más poderoso? Según la documentación, Lavalleja y sus muchachos se lanzaron sin avisar a muchos y el episodio sorprendió a todos, inclusive al gobierno porteño reticente a la aventura.

    Los Treinta y Tres ocasionaron una situación de hecho, que disparó el apoyo de la población. Con la Cruzada fue la primera vez que la opinión pública tomó partido y su peso fue determinante en el desarrollo de los acontecimientos posteriores. Nadie quería dejar a su suerte a los Treinta y Tres y así que, cuando los primeros modestos éxitos fueron aconteciendo, la prensa federal los amplificó como si la toma de Mercedes fuera la batalla de Austerlitz. Más adelante esta lucha presentada como “David contra Goliat” tuvo su punto culminante con la victoria de Sarandí, que precipitó la agitación popular a niveles desconocidos y obligó al gobierno argentino a entrar en guerra contra Brasil.

    Lavalleja y el elenco patricio que lo acompañó tenían claras algunas cosas: no iban a repetir la época artiguista y debían dejarlo expresamente sentado a toda la población. Debían convocar a “las principales fortunas del país”, a los estancieros y otros poderosos, para evitar que resurgieran “los Otorgués y los Encarnación y otros tigres”, como dice la documentación de la época. No era miedo a la revolución, como sostenía José Pedro Barrán, sino miedo al caos, a “la anarquía”, utilizando la jerga de la época. Por eso garantizaron desde el principio que habría una legislatura y una gobernación, que el gobierno sería de las leyes y no de los hombres, subrayando que esta revolución no tenía nada que ver con lo vivido —o sufrido, según se mire— entre 1811 y 1820. Artigas tuvo una relación tensa y contradictoria con los patricios, acordando y distanciándose; Lavalleja, por el contrario, gobernó con el patriciado y fue controlado estrictamente. La Asamblea que se estableció en Florida no confiaba en los caudillos, de allí su casi obsesión leguleya. Asimismo, hija del federalismo porteño, institucionalista y legalista, exigía la proclamación formal y legal de todos los actos políticos. Por eso le exigen a Lavalleja que nombre un gobierno, de lo contrario Trápani lo amenaza con no enviarle dinero. Y a las instituciones las instan a la formalidad estricta. Por eso rompen los lazos con Brasil no solo en el campo de batalla, deben declarar “írritos, nulos, disueltos” formalmente los vínculos y expresarlos en la ley. Y de inmediato, otra norma, debe declarar la intención de unirse a Argentina, como mandata el canon de la civilización. Esas leyes las festejamos el 25 de agosto y por esa razón se crearon.

    El regreso a “la nación argentina” proclamado por Lavalleja sufrió un intrincado camino, donde las presiones británicas, los poderes locales, los objetivos económicos cumplidos cuando se recuperaron los stocks ganaderos y el agotamiento de los países en guerra precipitaron la búsqueda de una solución política a ese problema político que fue la guerra por la Provincia Oriental. La creación de “un Estado” fue la salida. Y esa solución, Convención Preliminar de Paz mediante, se llamaría luego Estado Oriental del Uruguay. Su nacimiento internacional y su sobrevivencia es otra historia.