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Hoy en día el mismo acto de escribir con cierta extensión constituye una novela. La propia escritura en su afán de relatar ya genera una historia, sin importar las estructuras y los desenlaces. Aunque alguien se dedique a copiar la guía telefónica y agregue cierta libertad apuntando al costado de cada número lo que le dispare su imaginación, ya se introduce un punto de vista subjetivo que página tras página constituirá una historia, es decir, una novela. Las autobiografías —y a nadie le interesa qué grado de exactitud tienen con la vida real— también son novelas, y muchas veces más interesantes y mejor escritas que una fantasiosa ficción incapaz de despegar. Entonces, que Claudia Durastanti (Brooklyn, 1984) hable de su infancia en los Estados Unidos, de su adolescencia en el sur de Italia y de su actual estadía en Londres, si bien se puede definir como una autobiografía, es una historia a secas, esto es, una novela. Ella, su madre y su padre, y en menor medida su hermano, son los personajes centrales. La libertad narrativa despeja una forma de verdad que en definitiva es más creíble y convincente que cualquier documento notarial en el que obsesivamente se basa la sociedad para certificar que algo es cierto.
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Durastanti es hija de sordos. Tanto su madre como su padre conocen la música por vibraciones y no por sonidos prístinos y trabajados. Debe existir algo imaginario que siempre compensa el impedimento de algún sentido, porque de niña recuerda a su madre con un walkman o disfrutando frente al televisor de las canciones que se emitían en el festival de San Remo. Desde pequeña, igual que su hermano, se acostumbró a descifrar el lenguaje de las señas para comunicarse con sus padres. A los ocho años era conocida como “la hija de la muda” (para la gente un sordo es un sordomudo) y en cierta forma su relato es, como ella misma lo define en La extranjera (Anagrama, 2020, 267 páginas), “la crónica ralentizada de gente que acaba mal”. Una madre loca (que durante un tiempo vivió en la calle) y un padre altanero y por momentos violento, identificado con personajes como el Travis de Scorsese en Taxi Driver, además de tener capacidades diferentes al resto de los mortales, inducían a vivir en un mundo más propenso a las sombras que a las luces. Durastanti pasó su infancia en Brooklyn, la adolescencia en la remota Basilicata italiana. Estuvo enamorada de River Phoenix (una vida no tan ralentizada que acabó mal), tiene pasión por la música rock y fue especialmente marcada por el punk como fenómeno estético y también social, antes de convertirse en escritora. Hizo suya ese tan mentado no future, que en su casa se corroboraba a través de la disfuncionalidad y que le marcó su visión de las cosas, como lo deja bien sentado en este libro lúcido, de observación precisa y sabor pesimista.
La escritora recuerda una experiencia que tuvo en 2017 en el Guggenheim de Nueva York, en una sala anecoica (que absorbe cualquier onda acústica del exterior), donde precisamente gracias a ese silencio preservado pudo oír el chasquido de su propia saliva, el tremendo gruñir del estómago e incluso “el batir de las pestañas”, una forma de entender ese mundo sin sonido de sus padres. Aunque la sonoridad interior de la sordera puede ser más intensa: silbidos enloquecedores, voces imaginarias, tal vez de los muertos, que cobran mayor peso que las voces escuchadas por los cuerdos. Cuanto más torpe era la comunicación que había en su hogar, más se empeñaban Durastanti y su hermano en hablar correctamente, en pulir las palabras, la dicción y la sintaxis, en definitiva, una forma de conservar la literatura, que hace tan apreciable a este libro. Durastanti se pregunta cómo entienden su madre o su padre la ironía, que cobra sentido en una particular forma de entonación.
A lo largo de las páginas, que se dividen en pequeños capítulos denominados Divorcio, La niña ausente por motivos familiares, La niña ausente por mareo, La niña ausente por aflicción (excusas frecuentes para no asistir a la escuela), Inglaterra o Todas las personas que conozco, se van desgranando vivencias, reflexiones y apuntes sobre otros personajes. Cobra especial importancia el cine (las películas son… la vida), desde Lección de piano, de Jane Campion (en la que precisamente Holly Hunter interpretaba a una sordomuda) y El perfecto asesino, de Luc Besson, hasta Drácula, de Coppola, y Doctor Zhivago, de David Lean. Si Durastanti tiene que ubicar una zona particular, también lo hace por la cercanía con alguna película, como “el Mildmay Working Club, uno de los últimos centros de Londres para el esparcimiento de los obreros después del trabajo”, donde “Mike Leigh rodó algunas escenas de Vera Drake”. Su madre cree, por ejemplo, que El exorcista es “una obra maestra del realismo”, dice la escritora. Y tal vez no esté errada la madre, porque en todas las cosas hay una forma de realidad. Los padres, el cine, la música y los libros marcan nuestras vidas.
Allí tenemos al tío Arturo, un donjuán chanta. A la tía Josephine, carnicera de día y bailarina por las noches. A los vecinos. A los compañeros de escuela y de andanzas. A las primeras amigas y a los primeros novios. Pero quienes vuelven una y otra vez son los padres, los sordos, los diferentes, que pasaron gran parte de su vida sin trabajar y sin saber qué hacer con el tiempo libre.
De una frontal sinceridad para encarar los fantasmas y sin temor a llamar las cosas por su nombre, así es este libro de Claudia Durastanti, una extranjera en sus hogares, una curiosa en cualquier tierra, una escritora de oscura y fina sensibilidad.