N° 1868 - 26 de Mayo al 01 de Junio de 2016
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl viejo tema de la falta de respeto de los uruguayos hacia la autoridad (o “descaecimiento del principio de autoridad”) reaparece cada tanto entre nosotros. En general, sin embargo, los políticos influyentes solían esquivarlo, tal vez por las ambigüedades de esa idea tan general, porque no veían su relevancia, porque lo veían “políticamente incorrecto” (y por lo tanto potencialmente dañino para sus intereses) o por alguna combinación de esos factores.
Martín Aguirre es el autor de una de las discusiones más recientes (“Relajo, pero con orden”, en “El País” del 15 de mayo). Allí afirma que en el comportamiento de chilenos y uruguayos hay grandes diferencias directa y fácilmente observables. Por ejemplo, entre automovilistas y choferes: la belicosidad y agresividad entre ellos, su respeto a las señales del tránsito y a las reglas en general. La constante es la civilidad chilena versus la cuasi anarquía uruguaya. Según Aguirre, “si hubiera que plantear una tesis acerca de dónde puede estar la raíz que nos diferencia (a chilenos y uruguayos), debería ser en la relación con la autoridad”. En Uruguay la autoridad, por legítima que sea, no necesariamente se acata, a secas; “siempre parece estar la chance de una negociación, de una justificación ante la irregularidad, de una comprensión ante el desborde”. Sin olvidar la necesidad de diferenciar autoridad con autoritarismo, concluye que “en algún momento la sociedad uruguaya debería asumir que así como vamos, la cosa no marcha. (…) Un país sin reglas claras y que se respeten en serio, solo es campo fértil para los vivos, los ventajeros, los inescrupulosos”. Debemos ser más exigentes con los gobernantes, “pero también con nosotros mismos… no puede ser que ante cualquier desborde, siempre la razón la tenga el desbordado y no el que intenta aplicar las reglas”.
Durante muchos años he leído y pensado esporádicamente sobre estos temas, siempre con dudas, principalmente por las “ambigüedades de esa idea tan general”. Ahora me inclino a pensar que, en lo esencial, Aguirre tiene razón. En lo que sigue trato de explicar por qué creo que, sin perjuicio de detalles, el argumento es básicamente correcto.
La relación difícil entre los uruguayos y la autoridad se hace particularmente visible en su interacción con agentes concretos de esa autoridad, como los policías, los maestros y profesores, los aduaneros o los inspectores de tránsito. Pero el problema de fondo, como dice Aguirre, involucra las reglas que esos agentes deberían aplicar. Solemos actuar como si las reglas que definen nuestras obligaciones fueran elásticas, flexibles, negociables en función de las circunstancias específicas. En suma, como si la aplicación de esas reglas tuviese un margen elevado de discrecionalidad; buscamos que los huecos y excepciones de esas reglas nos beneficien. También solemos actuar como si las reglas que definen nuestros derechos estuviesen muy bien definidas y fueran rígidas, sin márgenes de discrecionalidad. Nuestros derechos serían absolutos, pero nuestras obligaciones serían relativas.
Por ejemplo: nuestra preferencia tradicional (y masiva) por los empleos públicos puede ser vista como la búsqueda deliberada de contextos laborales en los que las reglas que establecen los derechos de los trabajadores fueran mucho más claras y rígidas. Contextos donde es más difícil suspendernos o echarnos, donde las licencias, feriados y vacaciones son más generosas (y rígidas) a favor de los trabajadores, donde las remuneraciones suelen ser más altas que las del sector privado, y así sucesivamente.
Más allá del atractivo del argumento (atractivo real, me parece, para buena parte de los observadores más o menos profesionales de la sociedad uruguaya), ¿hay alguna evidencia adicional más “dura” que lo apoye? Sí, la hay. Últimamente Michael Porter, de la Universidad de Harvard, y un equipo interdisciplinario de colaboradores están produciendo un Índice de Progreso Social (SPI, por su sigla en inglés), disponible en la red, que se propone medir solamente el progreso social, sin tener en cuenta indicadores económicos. El índice incluye tres dimensiones (necesidades humanas básicas, fundamentos del bienestar y oportunidades). Cada una de ellas tiene cuatro componentes, medidos, cada uno, por varios indicadores, ninguno de ellos económico. En total, cincuenta y dos indicadores; la combinación de todos ellos produce el SPI.
En la última edición (2015), Uruguay aparece con un excelente nivel de desarrollo social: está en el lugar 24 de 133 países (los dos primeros son Noruega y Suecia) y es el mejor posicionado entre los diecisiete países de América Latina continental. Como en muchas otras cosas, los tres países de más desarrollo social de la región son Uruguay, Chile y Costa Rica, en ese orden.
Para esta discusión lo que importa es que el SPI establece hasta qué punto los desarrollos sociales de cada país son independientes de su situación económica. Para medir, para cada país, cuánto se “despega” su desarrollo social de su producto bruto per cápita, los autores del SPI consideran sus quince “vecinos” en materia económica (los quince países que tienen PBI per cápita más parecido) y comparan el desarrollo social del país con el de sus quince vecinos. En esta comparación se ve si cada país tiene el desarrollo social que se esperaría según su situación económica (similar al de sus quince vecinos) o si está claramente por debajo de él (“underperformer”), o a la inversa, si lo supera (“overperformer”).
Los resultados de estas comparaciones fueron los siguientes. Primero, los mayores “overperformers” de los 133 países son Costa Rica (+8,37) y Uruguay (+4,95), en ese orden. Segundo, los dos tienen más desarrollo social que sus vecinos especialmente en una de sus tres dimensiones, la de las oportunidades (Uruguay +12,15; Costa Rica +9,08). Tercero, en esa dimensión están los tres únicos componentes políticos del SPI y Uruguay es un caso extremo de “overperformer” en dos de esos componentes: tolerancia e inclusión (Uruguay +21,83, Portugal +12,85, Costa Rica +11,29) y libertades personales (Rwanda +13,26, Uruguay +10,35).
En otras palabras, lo distintivo del Uruguay a escala mundial está en sus “bienes políticos”, mucho más amplios de lo que se podría esperar en función de su desarrollo económico. Para producir esto se necesita tiempo, de modo que a lo largo de mucho tiempo el país ha construido un desarrollo social (y una cultura política) “muy por encima de sus medios”. Somos un país de medio pelo, de ingresos medios, pero dotado de un muy respetable derecho al pataleo cristalizado y consolidado a lo largo de generaciones.
Eso tiene sus pros y sus contras. Por un lado, en nuestra mitología cultural, en el destino del coronel Lorenzo Latorre (los orientales “son ingobernables”). Bastante más cerca en el tiempo, en el rechazo colectivo al gobierno militar 1973-85. Pero, ya se sabe, el gaucho Martín Fierro en la tierra del “naides es más que naides” tiene una relación francamente conflictiva con la autoridad.