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El “Aria con variaciones diversas para dos teclados”, más conocida como Variaciones Goldberg, fue compuesta en 1741 por Juan Sebastián Bach (1685-1750). El título refiere específicamente al clave de dos teclados, común en la época, como el instrumento adecuado para su interpretación. En la partitura se indica que las Variaciones 8, 11, 13, 14, 17, 20, 23, 25, 26, 27 y la 28 deben ser interpretadas en dos teclados, mientras que las variaciones 5, 7 y 29 pueden ser ejecutadas indiferentemente en uno o dos teclados. Con dificultad agregada, la obra puede ser ejecutada también en un clave de un solo teclado o, desde que el piano existe, en un piano.
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En su estructura, las Variaciones se abren y cierran con un mismo tema, denominado “aria”. En el medio se suceden 30 variaciones, ligadas no por una melodía común, sino por un fondo de modificaciones armónicas sobre la línea del bajo. Todas están escritas en la tonalidad de sol mayor, salvo las variaciones 15, 21 y 25, que están escritas en la tonalidad de sol menor. Las formas en que se presentan son diversas: danza barroca, canon, fughetta, arias para la mano derecha y variaciones aceleradísimas, plagadas de adornos y cruces de manos. Pero como Bach no deja nada al azar y además es maniático de la simetría, el conjunto está sometido a un riguroso orden mediante la repetición de un patrón: canon, danza y variación rápida.
A su vez, cada variación está compuesta en forma binaria: una sección A, seguida de una sección B. Los distintos intérpretes han adoptado criterios diversos sobre si repetir o no una, las dos, o ninguna de estas secciones. El pianista húngaro András Schiff ha dicho que Bach indica claramente al intérprete qué debe repetir cada sección, por lo que no hacerlo destruiría la perfecta simetría de la obra y sus proporciones. Y remató con esta frase memorable: “La gran música nunca es demasiado larga, lo que es demasiado corta es la paciencia de ciertos oyentes”.
La empresa de acometer las Variaciones Goldberg de Bach en un recital en vivo entraña varios riesgos. En primer lugar, el específicamente técnico pianístico, por tratarse de una obra endiabladamente difícil. En segundo lugar, el del mantenimiento de la claridad en el discurso musical, sobre todo de esa “alma” armónica que recorre la obra de un extremo al otro, confiriéndole lógica y unidad. En tercer lugar, el de sostener la atención del público, sin toses ni movimientos en las butacas, durante 75 minutos de piano solo e ininterrumpido. Todos estos riesgos fueron sorteados con autoridad, elegancia y solvencia en la versión que Homero Francesch ofreció en el Teatro Solís el martes 9, dentro del ciclo Grandes intérpretes.
El abordaje de Francesch respetó las repeticiones indicadas por el compositor y también los tiempos habituales de las danzas barrocas. Por momentos, su enfoque parecía algo romántico, pero esa impresión fugaz pronto se esfumaba gracias a un prudente control del rubato. Exhibió de entrada un sonido lleno y carnoso que inundó la sala. Hizo gala de adornos afiladísimos y de trinos muy parejos y sonoros (Variaciones 7, 23 y 24); resolvió con limpieza saltos de notas, choque de escalas ascendentes y descendentes y cruce de manos (Variaciones 15, 21 y 26); supo aunar expresividad con potencia rítmica (Variación 10). En las dos Arias para la mano derecha (Variaciones 13 y 25) fraseó y cantó con gran intensidad, lo mismo que en el Quodlibet (Variación 30) del final, donde la expresividad adquirió una frescura muy apropiada para entonar las melodías populares que fusiona el autor.
El aria que abre y cierra la obra fue espléndidamente expuesto. Como muchos enseñan, cuando un tema se repite al principio y al final, la interpretación no debe ser idéntica ambas veces, porque la segunda vez que se toca, el intérprete ya lo conoce y por consiguiente en su enfoque y en la expresión de ese enfoque, debe haber pequeñas inflexiones que denoten que ya pasó por esa experiencia. Francesch supo hacerlo con sutileza, y así la pequeña pieza, que es en la historia de la música toda una joya única por su belleza, lució en todo su esplendor. Su repetición como cierre al final, es una vuelta a la simplicidad, luego de un viaje por momentos bizarro, lleno de mansos arroyos y de violentas cascadas, de momentos lúdicos y de tristeza, pero un viaje siempre apasionante.