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“Ahora entiendo por qué se separaron los Beatles”. Frases como esta se repiten en voz baja en la sala de la muestra retrospectiva de Yoko Ono (Japón, 1933) en el Malba de Buenos Aires. Alude al encuentro de John Lennon con Yoko en los años 60 y la supuesta influencia de la artista en la separación del grupo. Seguro influyeron otros factores, pero la opinión pública de la época la condenó unánimemente. Es importante decirlo: Yoko era una artista destacada aun cuando el “planeta” Lennon no orbitaba ni cerca. Cuenta la leyenda que el músico fue a una de sus exposiciones, en la que había una escalera. La artista proponía subirla y leer una palabrita diminuta escrita en el techo. Decía “Yes”. En ese momento, John quiso conocerla. Nadie sabe qué y cómo pasó, pero pasó. En la muestra de Buenos Aires que bucea en esos tiempos hay varias escaleras. Una es la que conquistó a Lennon. Antes era de madera, ahora de un horrible aluminio barato que se mueve bastante cuando uno sube y hace ruido. Tanto se mueve que se recomienda para mayores de 14 años, por las dudas. Antes de entrar también se previene que hay desnudos. La muestra no da para tanto. Apenas unos “culos” (así se titula) al aire en un video por la paz.
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Por la escalera se llega a un panel de vidrio y una lupa para que se busque la palabra. Pasa uno a uno el venerable público y se queda un rato allá arriba mirando el techo. De verdad, uno se siente un imbécil. La gente baja malhumorada, desilusionada al menos. Ni hablar de otras escaleras que hay por los recovecos de la sala. Una es de caracol, de hierro, enorme, pintada de azul. Hay que subirla hasta cerca del techo, donde se ve un pequeño lucernario que permite apreciar el cielo. El domingo pasado llovía torrencialmente. No se veía nada, era una ventana golpeada por una catarata de agua y viento. Estafa es poco. Pelotudez mayúscula, con el perdón del lector. Cerca, un viejo teléfono rojo y otra de sus frasecitas ingeniosas: “Cuando suene el teléfono sepan que soy yo”. La instalación se titula Escultura parlante para la Argentina. Durante una hora, a nadie se le ocurrió atender, salvo al periodista de Búsqueda, que cumplió con todos los mandatos a la espera de salir diferente o encontrar algo medianamente interesante o divertido. Nada del otro lado. Ni un susurro en el teléfono rojo con sus obvias connotaciones.
Varias propuestas son participativas. Hay que meterse en unas bolsas negras de tela para ver la luz de la oscuridad. Una performance que Yoko arrastra desde los años 60 y la propone hasta hoy. Las bolsas cuelgan de un gancho, nadie las toca, abandonadas a la sombra. Más allá, una mesa larga repleta de restos de vajilla de porcelana. Hay que sentarse y rearmar lo que uno quiera. En los estantes hay platos y tazas y formas inconclusas, a medio pegar. Horrible, sin sentido, apenas entretenido. En otro lado, pinturas y un bastidor para hacer un cuadro colectivo. Está hecho, con pincelazos apurados, colores fuertes y palabras, muchas palabras. Se alcanza a leer: “paz”, “juntos”, “perdón”, “marmota” y “pelotudo”. Juntas dan la idea precisa del mundo Y.O. (así firma varias obras) y de la opinión de los incrédulos visitantes. Otro comentario escuchado al pasar: “En los 60 se drogaron demasiado”. Las frases responden con más humor a la propuesta que la artista “conceptual”, multifacética y octogenaria desparrama por las paredes del segundo piso del espectacular museo. “Pásate una semana riendo” (con tilde y todo), “Mira el sol hasta que se vuelva cuadrado”, “Enciende un fósforo y observa hasta que se consuma”. La última acompañada de un video donde se prende y consume un fósforo. Y una de las más conmovedoras: “Cada planeta tiene su propia órbita. Imagina que las personas cercanas a ti son planetas. A veces es lindo solamente mirarlos orbitar y brillar”. Sin palabras ni planetoides enanos.
La gente entra apurada y sale casi al mismo ritmo. No puede creer lo que ve. Las frases en las paredes, un par de escaleras, dos parlantes con sonidos de tos y una mosca con los títulos “Pieza Tos” y “Mosca”. Varios de los trabajos corresponden a los 60, época de paz y amor, de flores y pajaritos, de libertad sexual y conquistas feministas y juveniles. También de guerras y movimientos de liberación, revueltas estudiantiles y otros enfrentamientos que impulsaron el mundo hacia etapas de insospechadas experiencias. La ruptura con la tradición pictórica y la acción, el arte en manos de la gente, la participación permanente, el juego, el humor, la ironía y la continua inserción en espacios no convencionales fueron parte del empuje existencial de la época. Nada nuevo, pero masificado y con seductoras aristas posmodernas. Un momento en que los artistas se embarcan en experiencias removedoras, impactantes, los happenings, las fiestas, los festivales y el rock como actitud de vida. El llamado “arte conceptual” despliega un largo periplo en el que ya la obra importa menos que el proceso, la idea, la decisión del artista. Dejó y deja todavía trabajos muy importantes, es cierto, pero muchísima hojarasca. Lo peor es que se lo confunde fácilmente con el arte contemporáneo. Son cosas diferentes y vale aclararlo. También que por su propia definición, fácilmente cae en el ingenio barato, en el “talenteo” divertido y marquetinero, en la propuesta supuestamente novedosa. En ese marco se inscribe este caduco y ya infantil manual de autoayuda de Y.O. No se sostiene ni como vieja broma de una abuela divertida. Una pena, realmente. No lo merece la memoria y el brillo del planeta Lennon que Yoko supo mirar y orbitar. Tampoco, justo es decirlo, la mujer que impuso cierta desnudez (literalmente) a la interminable lucha por un mundo más humano, justo, solidario.
Dream Come True. Retrospectiva de Yoko Ono en el Malba (Buenos Aires). Hasta fines de octubre.