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Fue el lunes 11 el último concierto de la temporada del Centro Cultural de Música (CCM) y para quienes conocemos la fisonomía del público habitual, ese día llamaba la atención la aparición de caras nuevas. Los vacíos que a veces aparecen en algunas localidades estaban rellenos y la vieja sala se mostraba colmada como pocas veces. La ilustre visita de esa fecha era Sir John Eliot Gardiner (Inglaterra, 1943) al frente de sus dos agrupaciones: los English Baroque Soloists y el Monteverdi Choir.
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Gardiner irrumpió con fuerza en el mundo de la música clásica en los años 60 y 70 como uno de los abanderados, junto con Nikolas Harnoncourt, del Movimiento de Música Antigua, una corriente de pensamiento estético que salió al rescate y replanteo de la música del Renacimiento y del Barroco no solo en su difusión sino principalmente en su interpretación. Fue así que en la búsqueda de una supuesta “autenticidad” en la ejecución de esa música se llegó a una interpretación historicista, recurriendo a la reconstrucción y utilización de instrumentos de época en lugar de los modernos y a la adopción de ciertos manierismos que se entendía aportaban “fidelidad” al estilo de la época. En los años 80 el empuje de esta escuela fomentada por la industria discográfica era tan fuerte que había llegado a teñir también las interpretaciones de Mozart y Beethoven con pianos, cuerdas y vientos de época. Hubo un momento en que se miraba con desdén a los intérpretes que no adherían al canon historicista.
Pero el tiempo todo lo cura y las cosas vuelven a su debido lugar. Los mismos cultores rabiosos de aquel enfoque se fueron dando cuenta de que muchas veces la mentada “autenticidad” en la interpretación es inalcanzable si no se cuenta con la información y las referencias imprescindibles para saber cómo era en realidad el estilo de la época que se pretende reproducir ahora. Y entonces todo el ruido inicial fue decantando y lo que quedó en pie es un reconocimiento a que es la libertad interpretativa bien entendida, y en las manos adecuadas, lo que hace posible una recreación interesante, eficaz y hasta emocionante para el mundo de hoy, de aquellos pentagramas de hace 400 años. Valga esta introducción para ubicar en contexto la significación de la visita de Gardiner con su coro de 20 voces (cuatro bajos, tres contratenores, cuatro tenores, un mezzo y ocho sopranos) y su ensemble musical de cinco instrumentos (un contrabajo, un arpa, un órgano/clave, un tiorba y una viola da gamba).
Y aunque Gardiner ha ido más allá de la música antigua y su frondosa carrera abarca el repertorio clásico y romántico para lo que en su momento fundó su Orquesta Revolucionaria y Romántica con instrumentos de época, y si bien ha estado al frente de las más prestigiosas orquestas del mundo como director invitado, lo cierto es que para su presentación en el Río de la Plata, aquí y en Buenos Aires, optó por volver a esa zona donde quizás se siente más cómodo, que es el Renacimiento tardío y el Barroco, además haciéndolo con sus propios conjuntos.
De figura espigada y porte elegante, el conductor inglés viste chaqueta Mao negra y pantalón negro. Sonríe con calidez y al finalizar una obra, para saludar se coloca entre sus músicos y cuando se inclina agradeciendo el aplauso con precisión militar, lo hacen al mismo tiempo los 25 músicos. Esa exactitud gestual del conjunto en el saludo es una expresión más de la rigurosidad y prolijidad de ese universo perfecto de voces e instrumentos que Gardiner conduce con mano maestra.
Lo que se escuchó en el Solís el lunes fue una demostración de alta gama coral y musical. Contrastes, ligados, stacattos, pianísimos, grupos de voces que cuando aparecen no se sabe de dónde vienen y cuando se apagan no se sabe adónde van, tal es la delicadeza del ataque y del diminuendo, o el fiato de los coristas, capaces de prolongar una nota final hasta el extremo.
Tal vez el programa haya abusado de los compositores italianos excepto dos obras breves de Henry Purcell (1659-1695), sobre todo la notable Hear my prayer, O Lord, uno de los momentos mágicos de la noche. El Stabat Mater de Domenico Scarlatti (1685-1757) que cerró la velada dejó la sensación de más de lo mismo, sobre todo porque ya veníamos de un interesante aunque algo fatigoso oratorio Jephte de Giacomo Carissimi (1605-1674). Creo que la audiencia habría estado agradecida si alguna obra de Juan Sebastian Bach —otra especialidad del visitante— hubiera reemplazado a algún italiano. El otro momento mágico de la velada fue la Misa a cuatro voces de Claudio Monteverdi (1567-1643), donde aquí sí está todo, absolutamente todo lo que la mayoría de sus connacionales, dotados de menos talento, siguieron desarrollando después. Solo esta obra y la versión de estos ingleses alcanzan para calificar la visita de memorable.