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    Con la añoranza de que se achate la curva y en una mesa para no más de cuatro personas a dos metros de distancia cada una, llega el mozo, tose contra el pliegue de su codo, dice que es “una simple gripecita”, nos deja un protocolo a cada uno y anuncia: “Lo único que no tenemos es sopa de mono; después, lo que quieran”. Para empezar, y mientras esperamos la vacuna, pedimos cuatro barbijos, dos chivitos de cuarentena al plato para compartir y una jarra de lavandina. ¿Habrá disponibilidad de camas?, preguntamos. “Averiguo”, responde el mozo retirando los protocolos. Vuelve con los platos ordenados y los deja en la mesa, cada uno con un termómetro al estilo de un poste telefónico encajado en una montaña de puré. “Adentro no hay lugar, hay que esperar”. Da dos pasos y vomita. “Un simple ataque al hígado”, dice sin detenerse y apura el paso. Esperamos la vacuna hablando de la culpa de China, de la culpa del capitalismo, de la culpa de la rata almizclera. Nos cansamos de esperar y vamos hacia la puerta de entrada del restaurante. La abrimos: música atronadora, hordas de gente apretujada saltando, gritando, comiendo, tosiendo. Elevamos los brazos en éxtasis y la mirada al cielo y nos plegamos a la fiesta haciendo el viejo trencito de los casamientos, aquel que parecía tan terraja y ahora resulta imprescindible, catártico, sublime.