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    Montevideo es “fantástica” pero “no sabemos qué hacer con ella”; su arquitectura “dejó de ser prioridad” y su hábitat se degrada

    “Así como tuvimos un ley de inclusión financiera, sería fantástico una ley de inclusión ciudadana, urbana, en donde cada ciudadano tuviera el derecho a un lugar”, plantea el decano de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo, Marcelo Danza

    El accionar de la bomba que mueve el agua del estanque —donde se arremolinan las carpas con sus coloridos destellos— genera un murmullo de cascada entre las galerías, las altas columnas del edificio y las sombras de los árboles que ambientan el patio en forma de U diseñado por Fresnedo Siri en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de la República (Udelar). El despacho del decano luce sobrio: una mochila, un mate, una computadora, algunos libros de consulta, una pizarra y poca cosa más. Un dibujo del arquitecto argentino Clorindo Testa sobre el escritorio, un cuadro del pintor uruguayo Carmelo de Arzadun y asientos en torno a una mesa ratona próxima a una puerta vidriada por donde se asoma la luz tenue de este lunes 23.

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    La escenografía proyecta la personalidad de quien la habita como decano desde el 14 de noviembre de 2017. La Asamblea del Claustro de la facultad eligió a Marcelo Danza como decano con 26 votos, cuando la mayoría especial necesaria era de 23.

    Danza proviene de una familia de médicos y profesionales de perfil humanístico y así también se identifica él. “Me interesa la arquitectura como construcción del hábitat de la gente y de la ciudad como una sumatoria de pequeñas acciones, desde lo metafórico o simbólico a lo real. Preguntarme: ¿qué hay de uno acá?”.

    Este arquitecto de 51 años empezó su carrera a la salida de la dictadura, en 1985; es docente de Taller desde 1989 y profesor titular de Proyectos Arquitectónicos y Urbanos desde 2005. También integra la firma Sprechmann-Danza junto con su socio, profesor y mentor Thomas Sprechmann, con quien trabaja en proyectos hospitalarios (el edificio de la Administración de Servicios de Salud del Estado, el Hospital Británico, el Casmu nuevo, el Sanatorio Cantegril de Punta del Este y varios otros sanatarios de FEMI) y en el asesoramiento de arquitecturas complejas urbanas, como el laboratorio de Conaprole o el Antel Arena.

    El Taller Danza queda frente a la oficina del decano, cruzando un patio, y a pocos pasos está la sala donde sesiona el consejo, presidida por una gran y “frágil” obra de Augusto Torres —hijo de Joaquín Torres García—, de 1953. Allí lo único que no funciona es el reloj.

    Lo que sigue es un resumen de la entrevista de Danza con Búsqueda.

    —¿Qué le interesó del libro que ojea, Together, la nueva arquitectura de lo colectivo?

    —Me interesa mucho el enfoque que le está dando a la vivienda la cultura occidental, y no solo europea: la vivienda como un tema central, donde no se pone tanto el acento en “la casa de autor”, sino en los espacios generados espontáneamente por las construcciones y por la acción de la propia gente. Además me parece irónico y divertido que se llame Together —juntos, en inglés—, que es como nombró el expresidente José Mujica a su plan de vivienda, y tenga que ver con la arquitectura de lo colectivo.

    —En 2018 se cumplen 50 años de la Ley Nacional de Vivienda. ¿Cuál es su balance?

    —Los 50 años de la ley es un hito. La ley incluyó un sistema de financiación, de promoción y de gestión —entre otros, del cooperativismo—, y su estatus es central porque involucra al país. En su momento estuvo bien, fue un compromiso grande, coherente y fuerte que provocó un cambio en la producción. Ahora hay que cambiar a futuro, porque la vivienda no es solo la vivienda: es tener tu casa, sí, la propiedad, y es otra forma de socializar y construir ciudad.

    ¿A qué se refiere?

    —Las viviendas son la ciudad, el tejido de residencia. Entonces la ley debería ser de promoción urbana, ir muy de la mano de un proyecto de ciudad. La persona tiene en su vivienda una identidad. Ante el mínimo trámite enseguida nos piden la dirección, y ese es un primer nivel de identificación: uno es del Borro, de Carrasco o del Prado. Así como tuvimos una ley de inclusión financiera, por la que se pretendió que cada ciudadano tuviera su número en el banco como modo de ser en las finanzas, sería fantástico una ley de inclusión ciudadana, urbana, en donde cada ciudadano tuviera el derecho a un lugar, a un espacio con una identificación como la que se pretendió en lo financiero con la posibilidad de acceder a préstamos bancarios. Así, además de la promoción de la vivienda, se construye ciudad.

    —Alguien dirá: “No le den vivienda al que no sabe cómo habitarla”. ¿Qué responde a eso?

    —Sí, este tema ha estado estigmatizado y por eso mostraba ese libro al principio. En esa frase hay un “yo te doy la solución”, pero a su vez encierra un mecanismo casi ideológico de dominación respecto a cómo quiero que vivas, según mi modelo cultural. “Yo te doy mi modelo cultural: acá se cocina, acá se come y esa zona es para dormir. Y no se duerme donde se come, ni se trabaja donde se cocina”. No me quiero poner demasiado ideológico, pero habitar es un acto cultural y la imposición de un modo de habitar es un acto de dominación. Así como no hay que permitir que una persona viva con cuatro latas, hay que respetar ese lugar que la persona habita y se adapte a su parámetro cultural. De repente cocina donde duerme, y eso no tiene por qué dar mala calidad arquitectónica. 

    —Usted dijo a la Revista Propiedades que es necesario darle “más dinamismo” a Montevideo, una ciudad “quedada en el tiempo”. ¿Por qué?

    —Montevideo es una ciudad fantástica,y ahí está el proceso de construcción de la rambla sur, el Parque Rodó, el Prado, el Hospital de Clínicas, el Estadio Centenario, la matriz urbana, el arbolado… Eso se hizo con una visión y una humildad enormes. Pero todo eso ha envejecido y empieza a caerse. Entonces tenemos una ciudad fantástica, pero degradada, y ahorano sabemos qué hacer con ella. La arquitectura dejó de ser una prioridad, sin duda; también la calidad urbana, los parques, el diseño, todo lo que le da carácter al hábitat, y eso se siente. Aquella matriz urbana, al quedarse así, se desluce.

    —De hecho, dos de los últimos grandes debates sobre arquitectura pública han sido sobre el Clínicas y el Centenario…

    —Dos edificios fantásticos, con una nobleza enorme, a tal punto que hoy siguen funcionando, y tampoco sabemos qué hacer con ellos. Cada vez que se plantea una propuesta de transformación surge un tema patrimonial del tipo “no toquen nada”. El Estadio va a cumplir 100 años y el hormigón armado no dura 100 años sin mantenimiento. Si vas al baño del Centenario ves todos los hierros… Para jugar ahí la final de la Copa del Mundo habrá que hincarle el diente. ¡Y no pasa nada! Yo participé en los 90 en una propuesta de reestructura del Clínicas. Pasaron 25 años y seguimos discutiendo lo mismo.

    —¿Es un asunto de dinero, de ideas o de desidia?

    —Desidia no. La matriz cultural del país fue cambiando. Ahora enfrentamos otro escenario, pero es difícil hablar hacia el futuro cuando muchos se remiten al pasado. Esta situación de tomar el legado fantástico que recibimos —que por fantástico nos da como pánico moverlo y parece que lo vamos a estropear— lleva a una inmovilidad que con el paso del tiempo hace que los edificios se vengan abajo.

    —En su elección como decano votaron menos de 1.000 estudiantes de un total de 8.000 (unos 6.000 solo de Arquitectura). ¿A qué adjudica la baja participación?

    —Hay un proceso similar al que ocurre en todas las áreas de la participación cívica. Es poca y nos preocupa, en todos los órdenes. Habría que rever los mecanismos de participación, porque hoy la gente se comunica por las redes o por WhatsApp, con un feedback inmediato. Hay todo un sistema de participación ciudadana y de reestructura del poder que las instituciones todavía no hemos sido capaces de absorber, y de no hacerlo estaremos en el horno. Eso es bastante complicado de entender en la interna docente.    

    —Desde 2015 su facultad sumó al nombre de Arquitectura los de Diseño y Urbanismo, con cinco carreras que funcionan de un modo aún muy aislado. ¿Qué dice de eso?

    —Ese es el punto más fuerte. El potencial es poner a interactuar todas las carreras con la mayor sinergia posible, no tenerlas como andariveles tubo. Hoy no ocurre eso porque se crearon carreras como núcleos más o menos autónomos. Esto es parte del proceso de formación.

    —Arquitectura es señalada por un excesivo aislamiento de la comunidad académica mundial, ¿cómo superará esa suerte de endogamia?

    —La internacionalización es clave, es casi una búsqueda de existencia para seguir activos. Uruguay es un país muy chico, entonces es necesario tener gente de todo el mundo estudiando acá, sobre todo posgrados, o quedamos en un círculo demasiado cerrado, de entrecasa. Esa endogamia hace que el ambiente vinculado al diseño y la arquitectura sea más cerrado. Si a eso le sumamos los espacios de poder internos, es inevitable que haya problemas para generar cosas nuevas, frescas. Hay que romper la burbuja que genera la propia academia para que el talento se dispare.

    —Está instalada la idea de que la academia no se involucra lo suficiente con lo social. ¿Usted qué cree?

    —La facultad y la universidad podrían promover leyes de fomento al diseño y a la arquitectura, como hace en Chile el Ministerio de Cultura o Cataluña. Esto es entender que la arquitectura y el diseño como industria creativa tienen un potencial enorme, que no son profesiones ensimismadas que sirven para que algunos profesionales vivan mejor o ciertas personas tengan casas más lindas. La calidad urbana, más allá de los dotes naturales, hace la diferencia entre los países.

    —Usted plantea mirar hacia el futuro y el problema es de qué y cómo enseñar.

    —Cada uno de los planes de carrera están en proceso de revisión, porque hoy enseñamos para lo desconocido. La arquitectura, como toda disciplina universitaria basada en el saber, está basada en la transmisión del conocimiento en función de una serie de certezas. Y en el mundo eso ya no funciona y no va a funcionar, porque las certezas que puedo dar hoy son las que tengo en 2018, pero si tú egresas en el año 2028… Yo no sé a qué mundo te enfrentarás en 10 años.

    ¿Eso les dice a sus estudiantes al comenzar la carrera?

    —Sí, es un tema del que hablo mucho y recomiendo un libro buenísimo, El maestro ignorante (1987), de Jacques Rancière. Rancière llama embrutecimiento al modo tradicional de enseñar, según el cual el alumno repite una explicación para salvar el examen. Así se perpetúa una construcción cultural muy controlada por las instituciones, cuando la gente puede aprender sin maestros. El maestro ignorante contrapone emancipación intelectual versus embrutecimiento. Una muy buena técnica de enfrentar la enseñanza en el siglo XXI sería: “Como yo no sé a lo que te vas a enfrentar, te propongo potenciar tu curiosidad con un método científico para que aprendas, sistematices, cuestiones y pienses”.

    —¿Su facultad cuenta con suficiente espacio físico ante el sostenido crecimiento de la matrícula estudiantil?

    —Físicamente, la ampliación de la facultad es otra gran prioridad; la necesitamos como el agua, porque realmente no nos da el espacio para todos los estudiantes. Es imposible seguir funcionando así. Es un tema locativo y presupuestal. Actualmente, en dos de las carreras de la facultad hay cupos y esos cupos se llenan por sorteo.

    —¿Cuántos estudiantes quedaron fuera este año?

    —Alrededor de 300: unos 250 de la licenciatura de Ciencias de la Comunicación Visual y otros 80 en la Escuela Universitaria del Centro de Diseño. La Universidad hace muchos años que es abierta, y no podemos tener carreras topeadas, que haya alumnos que entren por sorteo, y otros no. Es un tema que sinceramente me da vergüenza, porque ese no es el país que quiero.