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    Columnista de Búsqueda

    Nº 2152 - 9 al 15 de Diciembre de 2021

    Las noches de ofertas se han convertido en días de ofertas, semanas y meses de ofertas. Ya no hay un black friday, sino un mes entero de supuestas gangas, de cantos de sirenas que nos seducen para cambiar un teléfono que todavía funciona, que tratan de convencernos de que compremos un jean, una tostadora o un aparato de gimnasia que no necesitamos.

    En el mismo planeta conviven millones de personas con necesidades básicas insatisfechas, aun de las más elementales, como el acceso al agua potable o a una alimentación suficiente, y otros millones de personas a las que cada día se les crean necesidades artificiales, como las llama Razmig Keucheya, profesor de Sociología en la Universidad de Bordeaux y autor del libro Cómo salir del consumismo. El consumismo compulsivo, dice el autor de origen marxista, es empujado desde hace unos 30 años por la lógica mercantil llevada a su extremo por el modelo neoliberal.

    El autor pretende conciliar dos líneas de pensamiento que pueden parecer contrapuestas: la del movimiento obrero, los partidos políticos, los sindicatos, o sea, la llamada izquierda reformista, y la de la ecología nacida en torno a figuras del pensamiento y de movimientos mayoritariamente ajenos al sector antes mencionado. Lo hace a través de la crítica a la mercancía e invita al lector a reflexionar sobre sus propios hábitos y necesidades, a plantearse como individuo y como sociedad una lucha contra la adicción al consumo, a avanzar hacia lo que llama una “democracia ecológica”.

    Porque si el capitalismo de la posguerra cambió los hábitos, si creó el deseo insaciable de consumir, el modelo parece acercarse peligrosamente a sus límites, enfrentado a la contaminación y al inminente agotamiento de los recursos naturales, como es el caso típico de la industria petrolera.

    “El capitalismo siempre genera nuevas necesidades artificiales. La de comprarse el último Iphone, por ejemplo, o la de ir en avión a la ciudad de al lado. Dichas necesidades no solo son alienantes para la persona, sino que son medioambientalmente nefastas. Su proliferación retroalimenta el consumismo, que a su vez agrava el agotamiento de los recursos naturales y las contaminaciones. En la era de Amazon, el consumismo alcanza su estadio supremo”, dice el autor.

    Keucheya plantea problemas aparentemente simples: ¿cómo interrumpir este bombardeo de necesidades artificiales?, ¿cómo identificar y escapar de la pulsión de compra innecesaria? La reflexión del autor pasa por temas como la contaminación lumínica, la obsolescencia programada, la psiquiatría del consumo compulsivo, para luego elaborar una teoría crítica del consumo indiscriminado. Analiza el horizonte de una futura y necesaria batalla política y cultural, que no podemos darnos el lujo de perder, y hace de las necesidades “auténticas”, definidas colectivamente en contraposición con las necesidades artificiales, el núcleo de una política vital del siglo XXI.

    Después de leer a Razmig Keucheya uno podrá preguntarse cómo se distinguen las necesidades legítimas, las que debería satisfacer una sociedad futura ideal, de las necesidades egoístas e irrazonables, que habría que limitar, reducir o eliminar. Y en la línea de este planteo se producen más interrogantes: ¿cómo definir una necesidad “esencial”?, ¿qué diferencia a esa necesidad esencial de una “accesoria”? Convengamos que hay casos muy claros, como la disyuntiva entre proveer de alimentos o de yates de lujo, pero la realidad cotidiana no suele presentarse en blanco y negro. Y otra pregunta, tal vez la más importante: ¿quién decide cómo calificar cada necesidad?, ¿qué mecanismos o instituciones estarían legitimados para tomar la decisión de satisfacer una necesidad en detrimento de otra?

    Tomemos como ejemplo la contaminación lumínica, que causa trastornos del sueño porque altera la síntesis de la melatonina (hormona del sueño), o la contaminación acústica, que obliga a dedicar cantidades de dinero al aislamiento de las viviendas para satisfacer una necesidad humana, la del silencio, que hasta hace poco era gratuita y hoy es casi un lujo. O hasta respirar aire no contaminado, que era algo tan normal y que se ha vuelto casi imposible de conseguir en las megalópolis contemporáneas. Evitar estas contaminaciones, ¿serían necesidades esenciales o egoístas? Podrían escribirse bibliotecas a favor de una u otra calificación. Ante la disyuntiva de calificar esas zonas grises aparece un riesgo, llamado por la pionera en ecología política Ágnes Heller “la dictadura sobre las necesidades”, como la que se dio en la URSS, relativa a las decisiones y las elecciones de producción y de consumo.

    Por otra parte, el capitalismo, a la vez que nos explota y nos enajena, ha generado en amplios sectores de la población un grado de bienestar material, porque evita la lucha diaria por la supervivencia que libraron nuestros antepasados. También es cierto que a medida que el individuo participa en el progreso social se producen efectos perversos, necesidades de origen dudoso alimentadas por un aparato publicitario eficaz.

    Pero vayamos a la práctica, ¿es posible poner un freno a la lógica de la producción y reorganizar la vida cotidiana en torno a una forma distinta de consumo, menos egoísta y más respetuosa del medioambiente? Hay puntos de partida que algunos países empiezan a aplicar: poner impuestos a las necesidades evidentemente fútiles o contaminantes, alargar la vida útil de los objetos y exigir garantías más largas, obligar a que se reparen en vez de sustituirse. Pero sobre todo habrá que empezar a cambiar nuestras mentes y, muy especialmente, las mentes de las futuras generaciones a través de una educación en valores que fomente la mesura y el necesario cuidado ambiental. No nos engañemos, va a ser difícil pensar semejante cambio estructural, instrumentar el mecanismo para aplicarlo y ponerlo en funcionamiento. El problema es que ya no da para más: el planeta no puede esperar, los que necesitan agua o alimento no pueden esperar. Y mientras tanto aquí nosotros, con nuestro black friday, con políticas vacilantes, con el timorato G20.