No siempre es la economía, estúpido

No siempre es la economía, estúpido

escribe Fernando Santullo

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Nº 2226 - 25 al 31 de Mayo de 2023

De las viejas lecturas universitarias me quedaron un par de autores que han resistido mejor que otros el paso del tiempo. Uno de esos es el alemán Jürgen Habermas, quien, pese a ser por momentos abrumadoramente denso, acertó en más de uno de sus diagnósticos. Por ejemplo, cuando señala que existen distintas lógicas que operan al mismo tiempo en la sociedad y que una de ellas, la de las acciones orientadas al éxito individual, propias del ámbito económico, ha colonizado esas zonas de nuestra convivencia que él llama “mundo de la vida”, en donde la competencia y la búsqueda del éxito no son necesariamente un buen criterio.

El otro autor es Daniel Bell, quien con su división del mundo social en tres esferas decía algo parecido pero desde otra perspectiva epistemológica. El sociólogo estadounidense venía a decir que la lógica de la eficiencia, que pertenece a la esfera tecno-económica, entraba en contradicción con el principio hedonista de la realización personal, perteneciente a la esfera de la cultura. En resumen, y dicho muy a lo bruto, lo que para Habermas era una invasión de la lógica económica que complicaba la posibilidad de lograr acuerdos entre ciudadanos para Bell era una contradicción que se podía resolver regresando a las formas más conservadoras de la vida colectiva.

Lo interesante es que, a pesar de las distancias en lo que refiere a la solución del entuerto, el diagnóstico de los pensadores coincide en algo esencial: vivimos cada vez más en un mundo en donde la lógica económica no se aplica solo a la economía sino también a las relaciones humanas. Y esa exigencia de ser eficiente, exitoso y positivo que se viene extendiendo puede tener efectos negativos para los afectos y las posibilidades de comunicación entre las personas. Quizá esa expansión explique en alguna medida que las teorías sociales en boga digan poco sobre cómo funciona la colaboración y casi siempre reduzcan las relaciones humanas a relaciones de poder.

Para que esto sea un poco menos abstracto propongo un ejemplo concreto: la proliferación de los libros de autoayuda. Desde las elipsis más o menos simplotas y poéticas del Juan Salvador Gaviota de Richard Bach, pasando por Tus zonas erróneas de Wayne Dyer, hasta “clásicos” más recientes como El alquimista de Paulo Coelho o, por ponernos modernos, La magia del orden de Marie Kondo, todos esos libros coinciden en nuestra necesidad de ser performativos, de identificar lo que falla en nosotros y eliminarlo por el simple procedimiento de ser eficientes en la gestión de nuestras emociones y convertirlas en algo puramente positivo. Como quien va al Decathlon y se compra unas pesas para ejercitar el alma y sale olímpico al final. No es casual que en esos textos se hable de manera permanente de capital emocional, de gestionar y de rentabilizar nuestras emociones, entre otros muchos términos económicos.

La revista Esquire publicó hace un par de meses un artículo titulado Los 20 mejores libros de autoayuda, con el siguiente texto como llamador: “La calma que no encuentras en tu día a día te la pueden dar estos libros de autoayuda. Deja de ser un escéptico y encuentra tu remanso de paz literario aquí”. ¿Qué nos dice Esquire? Que alcanza con creer, con querer y, sobre todo, que no hace falta encontrar calma en el mundo real, basta con encontrarla en el mundo simbólico. Un argumento perfectamente alineado con los de quienes creen en el poder mágico de las palabras y consideran que ofender a alguien con una vocal es mucho peor que romperle la nariz.

No deja de ser curioso que esa coincidencia en el poder mágico de las palabras (o la energía de las piedras, es lo mismo) se dé entre Esquire, una revista que tiene como lector objetivo al yuppie de aeropuerto más recalcitrante, y cierto progresismo que hace rato decidió “dejar de creer” en la ciencia. Como si la ciencia fuera una cuestión de fe más y no un asunto de evidencias contrastadas. Como si tener “áreas malas” en lo emocional fuera solo una cuestión de voluntad o de mala suerte y bastara con ejercitar una bonita “ingeniería del alma” para eliminarlas de un plumazo para siempre. O hasta que aparezca un nuevo libro de autoayuda que nos permita identificar nuevas ineficacias interiores y que, por la módica suma de su precio, nos dé acceso a una nueva lógica eficiente que nos permita superarlas.

Algo parecido, pero con énfasis en la exigencia de ser “positivos”, es lo que señala el filósofo y psicólogo español Carlos Javier González Serrano: “Con una tan silenciosa como peligrosa normalidad, se ha terminado por imponer una pedagogía social que aboga por rastrear obsesivamente ‘zonas erróneas’ en nuestro desarrollo y funcionamiento psíquico. La tristeza, la frustración o la indignación se condenan y señalan como emociones ‘negativas’, así consideradas por el establishment del pensamiento positivo, como si no tuvieran un papel adaptativo central y del todo fundamental en nuestra maduración psicológica y social”.

Para González Serrano, “de igual forma que para aumentar el capital financiero se requiere una política económica fundada en el crecimiento constante, también para beneficiar nuestro capital emocional debemos ajustarnos a una regla básica: todo lo que presuntamente hace entrar ‘en recesión’ a nuestro psiquismo (las ya mencionadas y denominadas ‘emociones negativas’) debe ser extirpado de nuestro universo emocional. Este proceder esconde una lógica totalitaria fatal para nuestro bienestar psicológico y, aún más, para nuestra salud social. Y es que si no existen (porque se soslayan o persiguen) la indignación, la tristeza, el enfado, el sufrimiento o el sentimiento subjetivo de soledad, estaremos erigiendo un caldo de cultivo perfecto para impedir una sana y necesaria disidencia frente a los malestares e injusticias de nuestro tiempo histórico”.

La posibilidad de construir esa sana disidencia frente al statu quo es precisamente la posibilidad de construir una trayectoria en ese “mundo de la vida” del que habla Habermas, una que no esté subordinada a la lógica del universo tecno-económico del que habla Bell, a que no se interpreten las frustraciones, la tristeza y hasta la posibilidad de colaborar con otros, aunque no ganemos un peso, como problemas que atentan contra nuestra eficiencia y que por eso deben ser corregidos.

Llevamos mucho tiempo intentando eliminar nuestras “debilidades” internas en pro de una supuesta eficacia personal que, se nos dice, está al alcance de la mano. Sin embargo, a pesar de la proliferación de todas estas tecnologías del yo, no parecemos estar ni más contentos ni mejor que antes en lo anímico. Tampoco parece haber mejorado demasiado nuestra charla social. Quizá sea un buen momento para abandonar la tiranía de lo eficiente y la lucha más bien fatua contra esas supuestas emociones “malas” y empezar a pensar que lo que se nos dice que es “negativo” e “ineficiente” para nosotros y los demás es en realidad parte fundamental y enriquecedora de nuestra experiencia en esta vida. Y es que no siempre es la economía, estúpido.