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Cuando estaba Josip Broz Tito estas cosas no pasaban en la vieja Yugoslavia. A los revoltosos no se los puede dejar solos. Si no son capaces de someterse a la disciplina de la autoridad, la festichola termina con sueños locos de independencia y a los tiros. Con Tito teníamos un territorio, una sola bandera y una nación socialista, aunque hubiese muchos pueblos. A partir de su muerte y de la caída del Muro de Berlín, la olla estaba a punto de reventar y reventó. Se desataron guerras por viejas cuentas y odios ancestrales que se remontan a los abuelos y bisabuelos y tatarabuelos, sí, hasta la época de las cavernas, cuando el primate ya miraba de reojo a su vecino cada vez que su mujer salía al exterior. Ahora tenemos un territorio dividido por banderas serbias, croatas, bosnias, eslovenas, macedonias y montenegrinas, poblaciones eslavas y no tanto, una minoría albanesa, cultos católicos, ortodoxos y musulmanes, una lejana añoranza por el mariscal (básicamente para tener una excusa y beber) y un incontrolable fastidio si naciste en Belgrado y el aparcero llega a la taberna haciendo chistes de Sarajevo o Zagreb. Entonces, una Kalashnikov está recetada para cualquier síntoma, ya sea un simple dolor de cabeza o un sapito en la lengua.
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El escritor croata de 54 años Zoran Malkoc es el responsable de El cementerio de los reyes menores (Rayo Verde Editorial, 216 páginas), una divertida colección de cuentos. Zoran también es judoca, fue soldado y entre sus pergaminos sensibles, aparte de la escritura y de estudios de Filosofía y Letras en la Facultad de Zagreb, figura la profesión de anticuario. Zoran y sus personajes representan a la flor y nata de los Balcanes. Les gusta beber y cantar y recordar cuando las cosas estaban mejor, como a cualquiera. Pero son un poco más desprolijos, atolondrados y violentos. Las guerras o los nacionalismos o la mezcla de ambas cosas con la bebida les ha hecho daño. Y Zoran lo registra en sus historias en las que se trafica y se roba, hay trincheras y enemigos, secuestros y asesinatos (aunque les cuesta matar; dice un personaje: “A mí me da pena matar incluso un lechón. Lo alimentas, lo cuidas como si fuera un niño, llamas al médico cuando se pone enfermo y al final…”), le dan a la cerveza y a los aguardientes locales y de paso alguien es capaz de montar una obra de teatro o contemplar la belleza de un atardecer desde una terraza. No hay ninguna corrección política, no podría haberla en Eslavonia (al este de Croacia, la región más violenta de Europa) y otras zonas convulsionadas de los benditos Balcanes. Y no sería divertido.
A cambio tenemos una escritura descarnada, frontal, concentrada como un extracto de carne y con mucho humor, por momentos ingeniosa y en otros desprolija o previsible, que se divide en cuentos cortos pero mantiene una subterránea unidad en la que desfilan el Pastilla (especialista en robar zapatillas Nike) y la mole Smiljan, el poeta mujeriego Romeo, el Rubio (ahora un yonqui destrozado, antaño un irresistible donjuán), un extravagante millonario y freak del audio que amasó un pastón con negocios informáticos, el punkie Caballo Loco, el enano Ljudevit, el futbolista croata Jarni (No soy Jarni, uno de los mejores cuentos), un matón que pretende ser poeta y otros amigos o conocidos que tienen mujeres (y menores de edad) en jaulas o juegan al fútbol con una cabeza.
Y está ese supermercado en el que ocurren extrañas muertes y en cuyas góndolas aparecen junto a los objetos que deben figurar, otros que nada tienen que ver: un muñeco de plástico y otras chucherías entre los embutidos, un puño disecado en la sección de tortillas y pizzetas, cruces de todos los tamaños y esvásticas junto a los enlatados. El gerente de la tienda, un soberano idiota que le gusta encerrarse en su despacho y soltar siempre los mismos latiguillos obscenos (“Pilla la orilla”, “Mete-saca” y “Una polla como una olla”, así es la traducción, qué le vamos a hacer), le encarga la investigación al etnólogo y antropólogo Sijerkovic, un avezado profesor que se toma las cosas con calma. Es el ingenioso cuento que da nombre al libro.
Hay algo de Bukowski en estas locas historias de Zoran. Algo. Tal vez en el desenfado y en la brutal sinceridad, porque después el propio Bukowski se horrorizaría con estos salvajes salidos de llanuras boscosas en las que pululan fantasmas, viudos con sus perros apaleados o enanos explotados por un cerdo capitalista, y todos hablan con más jotas, más kas y más ve cortas. El viejo Hank saldría corriendo con su botella directo al hipódromo. Dicho sea de paso: figura en uno de los cuentos como invitado especial.
La presente edición tiene varios extractos críticos elogiosos en la contratapa. Claro, de reseñas extranjeras. Como los españoles aman a sus propios articulistas y los consideran unos genios, una de las recomendaciones, de un tal Jordi Puntí, está en la mismísima portada del libro y dice: “Atención: los cuentos de Zoran Malkoc muerden y pinchan, y a veces incluso hierven el mar helado que todos llevamos dentro”. Oye, tío, “mar helado” tendrán en su interior tú y tus muertos, a mí no me incluyas, soberano gilipollas, ¿no te jode?