Una escena. Para celebrar su cumpleaños, un policía retirado se va de campamento. Nada mejor que comer carne asada y beber vodka al aire libre con gente cercana, sus respectivas esposas e hijos. Y, de paso, practicar tiro al blanco. Primero los hombres disparan a unas botellas vacías. Después de unos vasos de vodka se preparan para agujerear los retratos de ex gobernantes. Por ahí desfilan, enmarcados en sepia, Lenin, Brézhnev, Gorbachov.
—¿No tienes blancos más interesantes? —lo interroga un individuo rubio, rostro curtido, dando caladas intensas al cigarrillo y arrojando humo espeso desde una sonrisa torcida.
—¿Presidentes actuales? —el ex policía responde con un desgano casi ofensivo: carecen de perspectiva histórica.
La escena pertenece a Leviatán. Y por escenas como esta el realizador siberiano Andréi Zviáguintsev es odiado y reprobado por algunas personas en su país. Como Vladímir Medinski, ministro de Cultura ruso, por ejemplo, que acusa al realizador de explotar todos los tópicos y los clichés sobre la sociedad, y asegura que las motivaciones detrás del cine de Zviáguintsev son “las estatuillas doradas y las alfombras rojas”. Y que todo esto lo hace usando dinero del gobierno que tanto ataca.
Leviatán, que se estrena hoy en Montevideo, además de recibir subvenciones del gobierno moscovita, fue seleccionada por un comité de cineastas rusos para representar al país en la última edición de los Óscar, premio que se llevó la producción polaca Ida, dirigida por Pawel Pawlikowski. La cinta ganó el Globo de Oro como mejor película extranjera, fue premiada en Cannes por su guion, obtuvo distinciones en festivales de Londres, Dublín, Múnich y Sevilla, entre varios. Y la escena de alcohol, comida y armas humeantes con los retratos de los presidentes es solo una pequeña muestra, un árbol dentro del inmenso bosque que retrata el realizador de El regreso y Elena. No se trata solamente de una pintura de gente buena versus poderosos malísimos cuyo único punto en común es la desproporcionada ingesta de agua y etanol. Es bastante más que eso. La historia, como todas las que anima Zviáguintsev, puede resumirse en pocas líneas. En un pueblo a orillas del mar, Kolya, el rubio de rostro curtido que devora cigarrillos, vive junto con su esposa Lilya (Elena Lyadova, actriz que ya trabajó en Elena) y su hijo Roma (Sergey Pokhodaev), fruto de un matrimonio anterior de él. La película comienza cuando Kolya va a recoger a Dmitriy (Vladimir Vdovichenkov), su amigo, casi un hermano, abogado que viene de Moscú para ayudarlo en el litigio que mantiene con el alcalde, Vadim Shelevyat (Roman Madyanov), que tiene todas las de quedarse con el terreno donde está su casa. No parece haber nada más simple y banal que esta historia. En manos de este hombre, esto se convierte en un drama sombrío narrado con precisión y humanidad.
Zviáguintsev es a menudo comparado con su compatriota Andréi Tarkovski (véase Solaris, Stalker o El Sacrificio), incluso con el misterioso y prolífico Aleksander Sokurov, amigo de Tarkovski y director de viajes poéticos como Madre e hijo o bellísimas proezas como El arca rusa. No solo por el cuidado de su estética, la precisión de cada encuadre, también por la profundidad y la complejidad de sus personajes, que están vivos en sus intenciones y en sus emociones, son fieles a ellos mismos, no al libreto, al manual del guion o al director.
A juzgar por su breve filmografía, compuesta por cuatro largos para cine (algunos elegidos que han visto The Banishment aseguran que está a la atura de todo lo realizado) y trabajos previos para televisión, puede que a Zvyagintsev le agrade conquistar premios y mantener su reputación como cineasta, pero es evidente que hay otros intereses, otras intenciones. Uno de ellos: mostrar, desde lo cotidiano, el horror. Un horror que pudo surgir de una serie de decisiones o de circunstancias fáciles de identificar. O todo lo contrario: sus raíces se enredan en conflictos no resueltos, en sobreentendidos que anularon conversaciones y en palabras que no se dijeron a tiempo. Puede verse el árbol, los frutos, pero las raíces están ocultas.
En su primera película, El regreso, un padre que se alejó misteriosamente durante más de una década regresa, también misteriosamente. Se echa una siesta, en un encuadre pintado à la Tarkovski, y luego cena, como si nada, todo bien, con su mujer y los nenes, casi adolescentes (12 y 14 años respectivamente), y al día siguiente lo conduce de paseo —es un decir— a una isla. Son tres días. Padre e hijos. Habrá pruebas, preguntas, enigmas, un sacrificio. Todo, cada suceso, puede verse como un pasaje a una metáfora. Además de lucir de maravilla, de sonar estupendamente, El regreso tiene un ritmo atrapante, trágico, liminal. Y es poderosamente sugestiva, abriéndose a lecturas políticas, mitológicas, filosóficas, religiosas, a la idea de que el encuentro con el padre es, también, el encuentro con el propio destino. El regreso es su primera película. Con ella rompió todo, y lo que vino después fue todavía más impresionante.
De la historia de un padre ausente que vuelve para reencontrarse con sus hijos al retrato de una madre de clase trabajadora (Nadezhda Markina) que se desvive por su desnorteado y desfinanciado nene, ese zoquete nuevo ruso llamado Sergey (Aleksey Rozin, un capo, que también actúa en Leviatán), que tiene dos hijos, un apartamento que se cae y una esposa con escasa agilidad neuronal.
La forma de ordenar los elementos en cada plano, a veces realizando montaje dentro del cuadro, condensando, en un solo momento de la vida de los protagonistas, en una sola escena, toda su historia, de la que la película solo recoge una parte, es de una precisión tan fina que uno apenas se da cuenta. Ejemplo: en Elena, una breve escena de unos pocos segundos con la protagonista frente al espejo, realizando un acto tan banal, cotidiano y rutinario como el de peinarse, tal como lo viene haciendo todas las mañanas, adquiere una proporción nueva cuando el cristal le devuelve dos imágenes de sí misma, en especial después de haber cometido una acción que, en su cabeza, dentro de su escala de valores, se encuentra dentro de lo correcto. No hay ningún truco especial, ningún subrayado. En esto se halla parte de lo genial del cine de Zviáguintsev.
En Leviatán, que curiosamente se inspira en un caso real ocurrido en Estados Unidos, aunque toma caminos diferentes, las dimensiones se hacen más grandes y hay más capas y más velos, más pasillos existenciales por descubrir. Otra vez afinando la fotografía y la banda sonora, otra vez demostrando fineza en el montaje, el director otorga espacio para que la existencia de cada individuo tenga su peso en la trama. Desde el principio, con las olas rompiendo en las rocas, la bestia marina gigante del Antiguo Testamento, del Libro de Job, y que el filósofo y político británico Thomas Hobbes adoptó como alegoría del poder estatal, y de la que la película toma el título, estará presente. Lo estará aun fuera de la imagen, con los sonidos del viento y del mar, con sucesos relacionados con las profundidades y el agua, que con su blandura, igualmente alcanza a vencer lo más duro. Entonces una película sobre un asunto inmobiliario se abre a otros cuestionamientos: la fe, la religión, el compromiso, la fidelidad, la culpa, la capacidad de tener cierto control sobre el destino, la posibilidad de efectuar algún cambio en la vida. Y sí, también: el poder y la libertad, qué son realmente. La buena noticia es que la película no ofrece ninguna respuesta.
Leviatán (Leviafan). Rusia, 2014. Director: Andréi Zviáguintsev. Guion: Oleg Negin, Andréi Zviáguintsev. Con Aleksey Serebryakov, Vladimir Vdovichenkov, Elena Lyadova, Anna Ukolova, Roman Madyanov, Lesya Kudryashova. Duración: 141 minutos.