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En 1966, con la intención de aumentar la población y la mano de obra, el dictador rumano Nicolae Ceausescu prohibió la anticoncepción y el aborto. La medida, que incluyó un impuesto al celibato a aquellas familias que tenían menos de cinco hijos, provocó una crecida en la tasa de nacimientos. Pero muchas parejas no podían permitirse cuidar a sus hijos, por lo que terminaban entregándolos a orfanatos. En 1989, cuando Ceausescu fue derrocado, había 170.000 niños desperdigados en orfanatos estatales de Rumania. En estos lugares, todos llevaban la misma ropa y el mismo corte de pelo. Las rutinas estaban fuertemente mecanizadas, todos comían, iban al baño y dormían a la misma hora. Aunque sus necesidades básicas estaban satisfechas, el personal era tan escaso que los niños no recibían suficiente atención y apoyo emocional. Lloraban sin que nadie les hiciera caso, así que pronto aprendieron a no llorar. No fue la única consecuencia. Los científicos que examinaron a los niños descubrieron que el tiempo y la dinámica en el orfanato afectaron negativamente en el desarrollo cerebral. Sin un entorno de cariño, atención emocional y estimulación cognitiva, el cerebro humano no se puede desarrollar con normalidad. En otras palabras: para crecer, el cerebro necesita amor.
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El caso lo expone el neurocientífico David Eagleman (Nuevo México, 1971) en El cerebro. Nuestra historia (Anagrama, 2017), una joya de la literatura científica para no científicos. Eagleman es director del Center for Science and Law y profesor adjunto en la Universidad de Stanford. También autor de ficción y presentador de la serie The Brain with David Eagleman, anteriormente publicó Incógnito. Las vidas secretas del cerebro (Anagrama, 2013). Su último trabajo amplía y profundiza lo expuesto en esa obra, además de sumar más historias, datos e investigaciones, que también aparecen en la serie documental. Por su labor como divulgador, muchos llaman a Eagleman el Carl Sagan del cerebro.
La realidad es un programa de televisión cuyo contenido es seleccionado y editado en la oscuridad. Es posible implantar recuerdos falsos, los cuales no solo son aceptados como propios por las personas sino que también son adornados de acuerdo a su identidad que, vale decir, necesita de la memoria para ser lo que es. Lo que llamamos momento presente ya sucedió; sencillamente, vivimos en el pasado. Hay personas que tienen la habilidad de ver con la lengua. Y otras, con la espalda. Sí: la lectura de El cerebro puede ser, para muchos, algo más desafiante, provocador y estimulante que las más extraordinarias narraciones de ciencia ficción.
Si bien el proceso de construcción del cerebro humano se prolonga hasta los 25 años de edad, esto no implica que no experimente reformas hasta el final. La experiencia vital lo cambia y ese cambio produce otros cambios. El cliché que sentencia que ninguna persona es la misma a lo largo del tiempo es colosalmente cierto. Pasan los años y se generan nuevas conexiones neuronales y se construyen y se suceden diferentes versiones de una misma persona. En más de un aspecto. Las células de la piel se renuevan cada cuatro semanas; cada cuatro meses los glóbulos rojos se reemplazan por completo; al cabo de siete años, cada átomo del cuerpo será sustituido por otro. El cuerpo y el cerebro cambian tanto durante la vida que se hace difícil detectar el ciclo de continuas transformaciones. Sin embargo, existe una constante que une todas estas versiones de la personalidad: es la memoria. Lo que uno recuerda y cómo lo recuerda define a una persona. Un mismo suceso se puede percibir de manera diferente en diferentes etapas de la vida, de modo que, inevitablemente, el presente de cada uno influye en su pasado. Un recuerdo, explica Eagleman y lo ilustra con experimentos concretos, no es tanto una precisa grabación en video de un momento de la vida, sino un frágil estado cerebral de un instante pasado que hay que resucitar. Un mismo suceso puede generar distintos recuerdos según la edad, los valores y la experiencia de quien lo recuerda.
La gran mayoría de los casos que presenta en el libro provienen de estudios que Eagleman dirigió o de los que formó parte. El autor explica experimentos que demuestran, entre otras cosas, que el enemigo de un recuerdo no es el paso del tiempo sino los otros recuerdos. Que hay lesiones cerebrales que producen depresión, algunas vuelven agresivas a las personas, otras modifican su espiritualidad, las convierten en maníacas o las hacen más propensas al juego. Que ver a otras personas con dolor físico enciende las mismas neuronas activadas al experimentar dolor físico directamente (y que se iluminan menos cuando las personas observadas pertenecen a un entorno social diferente). Que hay una razón neurológica para que las parejas que llevan casadas mucho tiempo empiecen a parecerse. Que es imposible no imitar a los demás, conectar con los demás, preocuparse por los demás. Que la empatía, esa habilidad intrínseca de percibir y prácticamente sentir el dolor de otro, tiene utilidades más allá del altruismo: cuando mejor se comprende lo que siente otro, más atinadamente se puede predecir lo que va a realizar. De todos modos, este truco neurológico no es del todo fiable, sencillamente porque lo habitual es que interpretamos a los demás de acuerdo a quiénes somos y de lo que somos capaces. Es decir, aun en los demás, siempre estamos mirándonos a nosotros mismos. El cerebro nos dice —o al menos, la parte que llegamos a descifrar— que somos el centro del universo.
“La mente es una herramienta construida por el universo para observarse a sí mismo”, sostenía Robert Anton Wilson. Al menos por ahora es la mejor de todas las que están al alcance de los humanos. De aspecto arrugado, consistencia gelatinosa/cremosa, con menos de un kilo y medio de peso, parece tener bastante poco que ver con los procesos que es capaz de crear. Sin embargo, pensamientos, sueños, recuerdos, acciones y experiencias surgen de sus intrincados patrones de pulsos electroquímicos. Dato: para hacerlo solo necesita 60 watts. Consume el 20% de las calorías ingeridas para hacer funcionar la compleja estructura de una persona, que además no es consciente de las decisiones que se toman en su nombre, aun cuando parecen sumamente espontáneas (doblar en la siguiente calle) o largamente meditadas (proponerle matrimonio a su pareja). Esa idea tan fresca y genial que se le acaba de ocurrir en verdad no es tan nueva: proviene de un arduo y silencioso trabajo realizado desde el inconsciente. La parte consciente es un diminuto polizón en un transatlántico. Y se lleva todo el reconocimiento obviando olímpicamente la inmensa labor de ingeniería que acontece debajo.
“Nada supera a la mente consciente cuando se trata de autoconvencerse de que está al mando”, dice Eagleman. El libre albedrío es, en buena medida, una ilusión: casi nada de lo que ocurre dentro de la cabeza está bajo control consciente. Mucho de lo que parece automático, en realidad no lo es. Ni siquiera aquellos actos que parecen obra y gracia de la voluntad se activaron antes de que uno sea consciente de ellos. Lo que lleva también a una idea fascinante. Y es que vivimos en el pasado.
Así como la visión y el oído son construcciones cerebrales, también lo es la percepción del tiempo. Si chasquea los dedos, los ojos y oídos registran información acerca del chasquido, que es procesada por el resto del cerebro. La información necesita tiempo para ser asimilada. Por eso, el chasquido ya ha sucedido cuando fue percibido. El mundo de la percepción siempre va detrás del mundo real. Para hacerlo un poco más complicado todavía: existen diferencias temporales dentro de cada sentido. Tarda más en llegar una señal desde el dedo gordo del pie que desde la nariz. Sin embargo, el cerebro se encarga de que todo esté sincronizado. La información auditiva y visual se procesa a velocidades distintas, es el cerebro el que las sincroniza. Sí, la percepción del mundo es como un programa de televisión. Como Saturday Night Live: se emite con una ligera demora.
Menos es más.
“El proceso de convertirnos en quienes somos se define por la supresión de las posibilidades existentes”, escribe Eagleman. Es que el cerebro humano es flexible, se transforma. No porque crezcan células nuevas (el número siempre es el mismo tanto en niños como en adultos): el secreto de esa plasticidad radica en cómo se conectan las células. El cerebro de un recién nacido tiene pocas conexiones. A lo largo de los años las neuronas están cada vez más conectadas entre sí. Luego sucede una poda de conexiones, lo que lleva a que en la edad adulta sean menos pero más fuertes. “Usted se convierte en lo que es no gracias a lo que se desarrolla en su cerebro, sino a lo que se elimina”. Un ejemplo: “Un bebé nacido en Japón y un bebé nacido en Estados Unidos son capaces de oír y reaccionar a todos los sonidos en ambos idiomas. Con el tiempo, el bebé criado en Japón perderá la capacidad de distinguir, pongamos, los sonidos de la erre y la ele, que en japonés no están separados. (…) El mundo que nos acoge acaba conformándonos”.
La neuroplasticidad es el secreto del éxito humano. Es lo que permitió que a una chica le extirparan la mitad del cerebro con consecuencias negativas verdaderamente escasas. La joven comprende el lenguaje, las matemáticas y practica deportes sin ningún problema. Y la neuroplasticidad combinada con la tecnología está logrando procesos de ciencia ficción. El atleta ciego Erik Weihennayer practica la escalada usando un dispositivo llamado Brian Port, que consta de un electrodo situado en su lengua y unas gafas de sol con una pequeña cámara. Los píxeles de la cámara se convierten en impulsos eléctricos en la lengua, que siente algo parecido a la efervescencia de una bebida con gas. Las investigaciones de Eagleman en esta área lo llevaron a crear Transductor Extrasensorial Variable (VEST en inglés), un chaleco que se vale del sentido del tacto para que las personas sordas puedan oír.
Esta flexible máquina computacional está encapsulada en una cámara oscura y silenciosa. Nunca experimenta la realidad exterior. Ni nunca lo hará. Lo que sí puede hacer es ofrecer una interpretación de lo que ocurre allá afuera. Dicho de otro modo: la percepción de la realidad tiene menos que ver con lo que ocurre fuera del cráneo que con lo que sucede en su interior. Ninguna experiencia es experimentada de manera directa. Ni el tacto se da a través de los dedos ni la visión a través de los ojos. Tampoco se oye con el oído ni se huele con la nariz. Todas las experiencias sensoriales se dan por medio de tormentas de actividad que se desencadenan dentro del cerebro, el narrador que llevamos dentro. La realidad, sostiene Eagleman, es un programa de televisión “que solo usted puede ver y que no puede apagar”. Un programa bastante particular: es “editado, personalizado y emitido solo para usted”.
El cerebro traduce las vibraciones del aire, los fotones, las moléculas odoríferas o gustativas y las integra en una compleja operación de unificación sensorial, en un relato que se escenifica dentro del auditorio hermético del cráneo. Y cada uno cree en lo que ese relato le dice. Por lo tanto, cada cerebro tiene su propia realidad.
Lo curioso es que esa realidad es vacía. El mundo exterior, dice Eagleman, no está lleno de ricos sucesos sensoriales. El color en realidad no existe. Se trata de una interpretación de longitudes de onda que pertenecen a la llamada “luz visible”, una trama de longitudes que va del rojo al violeta y que constituye una diminuta fracción del espectro electromagnético. Todo el resto del espectro —ondas de radio, microondas, rayos x, wifi— fluye sin que nos demos cuenta. Del mismo modo que no hay color, en el mundo que hay fuera del cráneo tampoco existe algo como el sonido o el olor.
En un solo centímetro cúbico de tejido cerebral hay tantas conexiones neuronales como estrellas en la galaxia de la Vía Láctea. Solo una neurona es capaz de llevar a cabo unas diez mil conexiones con sus neuronas adyacentes. Es una actividad sorprendente, que, cuando cambia, uno también cambia. Y cuando cesa, uno cesa. Al navegar por las páginas de El cerebro, entre miles de millones de datos, señales y tormentas eléctricas que se desatan dentro del cráneo, se descubre una imagen, que es parte y síntesis de un mundo sin sonido, sin color, sin olor, un mundo vacío: uno mismo.