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En 1987, los lectores de Anagrama quedaron asombrados con De qué hablamos cuando hablamos de amor, un libro que luego se hizo de culto y terminó por catapultar a su autor, el norteamericano Raymond Carver, como uno de los mejores cuentistas de su país. En su momento los relatos fueron saludados como un punzante ejemplo de minimalismo. Así de sintéticos y cortantes eran. Algunos, como Mecánica popular, de poco más de dos carillas.
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Lo que sucedió en realidad fue que los cuentos fueron podados salvajemente por el editor Gordon Lish, de Knopf, que en muchos casos los redujo a más del 50% de lo que originalmente había enviado el escritor. Carver aceptó la poda y le fue bien. Al final de su vida (murió en 1988 por complicaciones derivadas de su alcoholismo crónico) pudo gozar de una merecida fama y de un muy buen pasar, pero aquel estilo “tan punzante” hay que agradecérselo al señor Lish.
Con el tiempo —y luego de un arduo trabajo de restauración de varios años— pudimos conocer los originales tal cual los concibió Carver, ahora editados en la colección Compactos de Anagrama. El libro se llama Principiantes y tiene 312 páginas, contra las escasas 157 a que arribó Lish luego de la poda. Son los mismos 17 cuentos que, por supuesto, no son los mismos. Por un lado está el estilo de Carver de siempre, ese realismo sucio tan directo y desencantado, con personajes en su mayoría perdedores que transitan por la vida cotidiana sin demasiadas esperanzas. Pero lo que realmente se disfruta es la mayor extensión que imprimió Carver a sus historias, una muy considerable cantidad de imágenes y de personajes que el fanatismo exacerbado de Lish cortó.
Nadie niega la figura del editor, que muchas veces emprolija y hasta sugiere cambios beneficiosos. Pero este señor Lish editó los cuentos como él los hubiese escrito. Y uno quiere leer a Carver, considerado con toda justicia el Chéjov norteamericano.