Parte de la religión

Parte de la religión

La columna de Andrés Danza

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Nº 2102 - 17 al 23 de Diciembre de 2020

Uno de cada 10 uruguayos no cree en nada: es ateo. Otro tanto (más del 25%) sí cree, pero no adhiere a ninguna religión. Y menos de la mitad (40%) se define como católico, el porcentaje más bajo en toda América Latina. Con estas cifras, surgidas de una investigación sociológica de 2018 en la que participaron varias universidades —incluida la Universidad Católica de Uruguay—, se podría concluir que el espíritu religioso no ha logrado instalarse con firmeza en la penillanura levemente ondulada.

Más si se tiene en cuenta lo que ocurre en la región. En Perú y Colombia, por ejemplo, el 82% de la población es religiosa y adopta una actitud militante al respecto. Más cerca, en Brasil, ese porcentaje asciende a 79% y en Argentina a 72%, según publicó la cadena internacional BBC basándose en una encuesta mundial de WIN/Gallup. En muchos de esos países ni siquiera está separada la Iglesia católica del Estado, algo que en Uruguay ocurre desde hace más de un siglo.

Son datos de la realidad, cifras que dibujan a un país como si fuera una isla en un continente abrazado a la cruz. Sirven además para definir una idiosincrasia determinada, una forma de ser y relacionarse, una supuesta adhesión a lo terrenal, a lo verificable a través de la ciencia, a la razón por encima de la pasión, al pensamiento crítico antes que al relato preestablecido.

El problema es que no es cierto. Esa imagen de país laico se parece mucho a una ilusión óptica, que permanece porque casi nadie quiere detenerse a mirarla con atención. Los uruguayos somos mucho más creyentes de lo que pensamos. Tenemos demasiadas vacas sagradas, de esas que no se pueden ni tocar, y a las que la mayoría sigue como los fieles van a la iglesia.

No somos un país educado. Hace mucho tiempo que dejamos de serlo. Es cierto que tuvimos a José Pedro Varela a fines del siglo XIX, que instaló la escuela laica, gratuita y obligatoria. También es verdad que en esas aulas, a lo largo de las décadas, se formaron mezclados niños de distintas clases sociales y que eso les permitió tener posibilidades más cercanas ya como adultos. Ocurrió, pero hace ya mucho tiempo. La enseñanza pública en Uruguay no es buena. Tampoco lo es la privada. O, al menos, son mucho peores que antes.

Sin embargo, la mayoría de los uruguayos cree con una fe irracional en la inamovilidad de los conceptos varelianos. Es probable que, si a Varela le hubiera tocado ser contemporáneo, hubiera promovido una enseñanza primaria totalmente distinta. Pero aquí manda la religión de lo que una vez, hace mucho tiempo, fue razón pura. Ni los sindicatos, ni las autoridades —antes del Frente Amplio y ahora de una coalición de varios partidos— se han atrevido a realizar cambios de fondo porque eso sería herir uno de los soportes más fuertes que forma parte de la religión de la uruguayez.

Tampoco somos un país honrado, apegado a la ley, con una corrupción insignificante. “Acá es diferente”, suele justificar la mayoría de los uruguayos cuando se refiere a los escándalos de corrupción que se registran en la región o el mundo. “Eso acá no pasa”, repiten como si fuera algo infalible, un principio religioso. Y sí pasa. Pasa mucho, pero a otra escala. Es un tema de proporciones, pero basta con tomarse el trabajo de analizar la estructura estatal y la cantidad de desvíos —menores y no tanto— que allí se registran para darse cuenta de que esa creencia no es real. El Estado viene a ser como el templo. Ahí adentro da la sensación de que son otras las reglas que rigen.

Cada vez que hay un cambio de gobierno y en especial cuando un nuevo partido político asume la responsabilidad del Poder Ejecutivo, los primeros meses suelen estar repletos de denuncias sobre excesos de todo tipo cometidos dentro de la estructura estatal. Siempre parece como si se vinieran cambios importantes, pero al final el elefante sigue sin inmutarse. Cambia de pelaje, no de tamaño. Porque muchos uruguayos todavía no entendieron que el Estado ya no es más de todos, ahora pasó a ser de unos pocos que predican con su figura para que nada se cambie. Y el Estado también parece ser sagrado, no se toca.

Tampoco somos un país importante. No hay como Uruguay, se puede escuchar de boca de ateos, agnósticos y religiosos nacidos al oriente del río con el mismo nombre. En el exterior todo el mundo tiene en cuenta a los uruguayos y los respetan, aseguran. Eso también es mentira, aunque forma parte de una creencia tan extendida que ya se ha transformado en algo religioso. Apenas existe Uruguay en el mapa mundial, pero es algo muy duro de asumir para los creyentes.

La manifestación más clara de esa veta mística teñida de celeste es el fútbol. Cuatro campeonatos del mundo con la selección nacional, varias copas libertadores y mundiales con Nacional y Peñarol pusieron al país en un lugar de respeto en ese deporte. El problema es que todo eso pasó el siglo pasado y la mayoría sigue creyendo que, otra vez de forma irracional, se mantiene en el presente. Mientras, festeja el triunfo en un partido clásico irrelevante como si fuera la final del mundo o justifica la pelea entre los jugadores y otras estupideces porque así se manifiesta la garra charrúa. Otro ritual religioso de un país supuestamente agnóstico.

Y, para el final, un aspecto que adquiere especial relevancia en estos días: los uruguayos no somos solidarios ni nos cuidamos entre nosotros. Bastó con que durante algunos meses no hubiera demasiados contagiados de coronavirus para que las personas le perdieran el miedo y eliminaran casi todas las barreras que habían permitido llegar a esa situación estable. Entonces, terminaron los cuidados, el contemplar al otro, el tener en cuenta la vida comunitaria, todo quedó en aplausos al vacío. Total, si de tan solidarios, avanzados, inteligentes y cuidados que la mayoría piensa que somos, no va a pasar nada. Y pasó. Y va a seguir pasando. Porque a las creencias irracionales muchas veces las pasa por arriba y las revuelca la realidad.

Por eso, sería hora de dejar esa especie de religión de la uruguayez de lado y asumir nuestras limitaciones como para intentar cambiarlas. Es la única alternativa porque los dogmas no están para ser modificados. Desde la irracionalidad no se puede mejorar nada. Solo se puede seguir rezando.