Hay una cola de críticos de cine dispuestos a pegarle a este octogenario, a quien consideran un latoso e insufrible cineasta. Pero también hay una larga fila de críticos —y ojalá espectadores a secas— que creen que Jean-Luc Godard es un director original, de los que filman planteándose los problemas filosóficos del cine, con un particular sentido del humor y de la poesía y con unas cuantas películas valiosas en su amplísima filmografía de más de cien títulos, entre ellas Alphaville, un mundo alucinante (Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution, 1965), un cruce entre ciencia ficción y cine negro interpretado por Eddie Constantine y Anna Karina, que se llevó el Oso de Oro en el Festival de Berlín de ese año.
Precisamente de los países exteriores arriba un detective (Lemmy Caution, un personaje creado por el escritor británico Peter Cheyney) que lleva sombrero, gabardina y tiene el rostro picado y lleno de pozos de Eddie Constantine. Caution nos informa mediante una voz en off, como si fuese un diario de bitácora, acerca de todos sus movimientos: “Eran las 00.17, hora oceánica, cuando me aproximaba a los suburbios de Alphaville”. Así comienza el viaje hacia las entrañas mecánicas y electrificadas de un gobierno de afán lógico-matemático que este detective-poeta debe destruir. Y como armas empleará versos (“Capital del dolor”, de Paul Éluard, es su libro de cabecera), romanticismo (nadie sabe amar en Alphaville) y también golpes y balazos, un lenguaje más universal y cercano a todas las culturas.
Trenes y autos cortan la noche en un perfecto blanco y negro. Un cartel anuncia los ideales de esta sociedad tecnocrática y autoritaria: “Silencio. Lógica. Seguridad. Prudencia”. Constantine, que ya había interpretado a Caution en otras oportunidades y lo volverá a hacer en “Alemania, nueve cero” (1991), también de Godard, llega a un hotel donde un empleado intenta tomar su valija para llevarla hasta la habitación, pero recibe un manotazo amenazante. Luego procura hacer lo mismo una sensual señorita y también obtiene la misma respuesta. Nuestro hombre, como todo héroe duro que viene a realizar su trabajo, es de muy pocas pulgas.
El detective no contesta.
—¿Quiere dormir? —insiste la señorita dando vueltas por más pasillos y corredores alfombrados e insonoros.
El detective sigue sin contestar.
A continuación ocurre una maravillosa y absurda escena en la habitación, que incluye a la misma señorita —también dispuesta a proveer sexo al cansado viajero— y a un sujeto que intenta atacar a Constantine. En la reyerta, tres puertas son atravesadas. De pronto surge en la pantalla el angelical, bello y melancólico rostro de Anna Karina, en ese entonces esposa de Godard.
—¿Tiene fuego? —dice ella con el cigarrillo en los labios.
—Sí —responde él—: viajé 9.000 quilómetros para dárselo.
Es difícil alcanzar una mejor línea de diálogo para comenzar una historia de serie negra. Pero Godard no se detiene allí. Pone un ingenio y un humor que 30 años después recogerán cineastas como Quentin Tarantino.
En otro momento, nuestro héroe saca toda su furia de combate y arremete a los tiros contra un funcionario de Alphaville.
—¿Por qué le disparó? —le pregunta alguien.
—Porque estoy demasiado viejo para discutir —replica Constantine.
Una respuesta digna de Philip Marlowe, o de Boogie el Aceitoso, o de Tarantino, pero es de Godard.
La agenda de nuestro héroe justiciero y poeta se inicia con la visita a una pensión barata donde residen los románticos radiados de Alphaville, una escoria que está a punto de suicidarse por ser incapaz de soportar el mundo racional y sin sentimientos que proclama la computadora. Destaca la estupenda escena en primer plano entre Constantine y Akim Tamiroff, con una bombilla que va y viene desparramando sombras impresionistas.
El grueso de la intriga se distribuye en modernos edificios de cristal y en asépticas oficinas custodiadas por soldados armados y funcionarios de túnicas blancas, que son los directos servidores de la enorme computadora, cuya presencia está pautada por un enorme círculo de luz que gira y late como si fuese un corazón artificial.
Las secuencias de acción de Alphaville son absolutamente geniales, pero destacan tres por el grado de locura e imaginación: las ejecuciones sumarias en la piscina de un hotel, un ritual que alterna los fusilamientos con bellas chicas de nado sincronizado; la paliza que recibe Constantine en el ascensor, donde lo vemos únicamente a él en cuadro, zarandeado para un lado y el otro, y la huida final en auto, con una pelea previa que está pautada por la suspensión de movimientos. Solo Godard es capaz de hacer una cosa así, entre la caricatura y el dibujo animado.
Dos o tres cosas que hay que saber de este director antes de amarlo u odiarlo.
Nació en París el 3 de diciembre de 1930, hace 82 años, en el seno de una familia burguesa más bien conservadora. Su padre era médico, su madre provenía de una familia de banqueros suizos y su abuelo había sido colaboracionista. Un buen cóctel de derechas, como dicen los españoles, para que luego Jean-Luc se volviera un izquierdista a ultranza: marxista, leninista, trotskista, maoísta o todo eso y además panteísta y onanista.
Odia las entrevistas y por eso le sacó el cuerpo al historiador y crítico de cine Antoine de Baecque, quien igual se las arregló para hablar con familiares y amigos del cineasta y así poder publicar su primera biografía en Francia (“Godard: biographie”, Grasset & Fasquelle, 2010, 935 páginas).
Tiene un enorme conocimiento cinematográfico, de películas y autores, porque antes de ser un creador ejerció la crítica de cine, primero en la “Gazette du Cinéma”, cofundada junto a Jacques Rivette y Eric Rohmer, y luego en “Cahiers du Cinéma”, donde también escribía François Truffaut. Pero el conocimiento de Godard —y en particular su amor por el cine americano de clase A, B e incluso C— también va de la mano de una necesidad pictórica (imagen pura), poética (resonancia y sugerencia) y filosófica (contenido puro) que debe manifestarse en la propia película, de allí que muchas veces sus historias estén atravesadas por disquisiciones, lecturas de textos y citas eruditas.
Godard hace cine al mismo tiempo en que se pregunta qué es el cine. Y así lo viene proponiendo desde su debut en el largometraje con la desesperada y enérgica “Sin aliento” (À bout de souffle, 1959), cuyos roles protagónicos estaban a cargo de un jovencísimo Jean-Paul Belmondo y de la bella Jean Seberg, un ángel que fue encontrado sin vida en un auto en los suburbios de París a los 40 años y en circunstancias misteriosas. “Sin aliento” es un emblema de la nouvelle vague, por su frescura y su desparpajo.
Ese caradursimo para filmar, casi desprolijo pero siempre intenso y original, llevó a Godard a plasmar otras realizaciones valiosas como “Una mujer es una mujer” (1960), “El soldadito” (1961), “Vivir su vida” (1962), “Pierrot, el loco” (1965, “¡Je m’appelle Ferdinand!”, repite Belmondo), “Week End” (1967) y “Asalto frustrado” (Bande à part, 1964), un triángulo juvenil y delictivo con Anna Karina, Claude Brasseur y Sami Frey que incluye un robo chapucero, una maravillosa escena de baile, una visita relámpago al Louvre (secuencia que luego usaría Bernardo Bertolucci en “Los soñadores”) y un final con un glorioso plano secuencia al mejor estilo Tarkovski o Angelopoulos.
También, es justo decirlo, tenemos al Godard pedante y pasado de rosca. Y hay varios ejemplos, básicamente de los años 70 en adelante. Dentro de las más de cien películas que dirigió, entre largos, cortos y documentales, hay ejercicios de estilo como “Carmen, pasión y muerte” (1983) y “Detective” (1985), experimentos que causaron revuelo como “Yo te saludo, María” (1984) y sufrimientos para el espectador como “Historia del cine” (1998), donde aparece el Godard más literario, pretencioso e insufrible, el que desacredita a casi todo el cine actual. Quien no se atreva a ver la película (no hay que culparlo) tiene la posibilidad de leer el libro (“Historia del cine”, Caja Negra, 2007), un largo poema que incluye varios dislates y algunos versos graciosos: “Y el plano americano/ el encuadre a la altura del cinturón/ era para el revólver/ para el sexo/ pero para el del hombre/ porque las mujeres/ siempre eran encuadradas/ a la altura del pecho”.
Godard también ha dicho muchas cosas extravagantes, polémicas o chifladas. Por ejemplo, que algunas películas las amó antes de verlas por lo que había leído sobre ellas. Por ejemplo, que habría que dinamitar la Cinemateca francesa (atención Uruguay) y dejar solo dos o tres películas, quizá de Rossellini y de Hitchcock. Por ejemplo, que toda forma de montaje es al mismo tiempo una forma de mentir.
Pero dejemos este costado del director y volvamos a las fuentes, a ese espíritu fresco e indomable para encarar una historia e incluso ponerla patas arriba, un cine que mantiene su plena vigencia como en Alphaville y que es prácticamente imposible encontrar hoy en día. Quedémonos con el Godard que maneja como nadie la banda sonora, con el tipo rebelde, juvenil y, por encima de todas las cosas, romántico. Un Godard envuelto en verso para enfrentar a la maquinaria monolítica del cine industrial.