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    Preservar el campito

    Columnista de Búsqueda

    N° 2059 - 13 al 19 de Febrero de 2020

    Hace unos días me dio por pensar qué mecanismo sería el que impulsa a los políticos a insistir tercamente en un error. Quiero decir, más allá de la muy humana y natural terquedad que casi todos tenemos y que, de manera eufemística, llamamos “carácter”. Y dentro de los políticos, pensaba de manera particular en quienes son gobierno, jerarcas del Estado. Es decir, en aquellos que con sus ideas y sus acciones tienen un impacto directo sobre la vida de las personas a través de las políticas públicas.

    Y esto es lo que pensaba: tenés ideas, tenés empuje, tenés ganas y tenés un cargo. Desde ese cargo aplicás tus ideas a la realidad para transformarla en determinada dirección, que considerás mejor que la que ya existe. Pero después de un tiempo de aplicar esas ideas, los resultados que vos esperabas no aparecen. Entonces, en vez de repensar tus herramientas, tus acciones, tu metodología, te enroscás en tu ideología (que no se basa en datos) y, ofuscado y ofendido, señalás a la realidad y a quienes están en ella como culpables. ¿Culpables de qué? De no hacer lo que vos estabas segurísimo debían hacer por su propio bien y el de todos. Precisamente para no caer en esta clase de bananismos protoautoritarios es que conviene estudiar epistemología. Sin conocer los límites de tu discurso, de tus ideas, de tu metodología, es imposible transformar nada. La “culpa” nunca es de la realidad.

    Decía epistemología porque creo que es una herramienta estupenda que, de una forma u otra, es enseñada en los liceos cuando nos muestran cómo funciona el método científico. Lo que omití señalar es que para poder aplicar esta herramienta sobre nuestras acciones hace falta un par de convicciones previas. La primera es entender que somos falibles, que nos equivocamos y que las ideas que nos pueden parecer maravillosas en un momento, una vez que la realidad demostró que no servían para mucho (o para nada), pueden ser desechadas. Hacer lo contrario, esto es, aferrarse a ellas y “culpar” a la realidad, es construir un dogma. Por cierto, en alguna otra columna trataré de escribir sobre eso tan cristiano de la “culpa” como motor de la política.

    Reconocer la posibilidad del error y por tanto, del cambio, no es algo demasiado frecuente en los partidos. Los partidos quieren dirigir los procesos políticos y sociales y, en general, entienden que reconocer errores no aporta votos. Y eso suele ser cierto, como también espanta votos decir las cosas de manera cruda. Basta recordar los costos que su brutal franqueza tuvo en varias elecciones para Jorge Batlle. El problema es que el precio que se paga por esos manejos, por esas “terquedades” y esa tendencia a no reconocer los errores, termina sobrepasando los límites partidarios y se vierte sobre la sociedad toda. Es un problema que no parece tener solución inmediata: mientras sean votados, los partidos carecen de incentivos para cambiar su modus operandi. Más aún si los ciudadanos entienden las rectificaciones como oportunismo o traición a quién sabe qué esencias primigenias.

    La segunda condición necesaria para poder preguntarse seriamente por el rumbo asumido por un gobierno, es el republicanismo. En el sentido de que los asuntos de política son competencia de toda la ciudadanía y no solo de una élite de elegidos o de determinada clase social. Esto, claro, implica necesariamente contar con una ciudadanía interesada por los asuntos de la polis. Una que en vez de aceptar mecánicamente lo que dicte quien esté en el gobierno, sea capaz de analizar lo que se propone y llegar a conclusiones propias. También, creo yo, el republicanismo implica una cierta horizontalidad de las formas: el gobernante tiene claro que lo es de manera circunstancial y que antes y después del cargo es un ciudadano más.

    En Uruguay, seguramente como resultado de su larga tradición partidaria y del peso del carácter social del batllismo, la relación entre gobernantes y gobernados es bastante horizontal. No es raro ver a los jerarcas del gobierno haciendo cola para un cine o comprando en un shopping como cualquier hijo de vecino. De hecho, hace pocos días se hizo viral una foto del presidente electo, Luis Lacalle Pou, comprando duraznos en una verdulería del este del país, donde pasaba sus vacaciones. También era frecuente que el arquitecto Mariano Arana, siendo intendente hiciera cola en la boletería de un teatro y se negara a pasar antes que quienes estaban delante suyo. Se dirá que esos son gestos pour la gallerie. Si así fuera, es irrelevante: cuando esos gestos ocurren de manera sistemática y naturalizada a lo largo de las décadas, pasan a ser parte de la tradición política local.

    Viendo el documental sobre la muerte del fiscal argentino Alberto Nisman, me llamaron poderosamente la atención dos cosas que sirven de contraste a todo este chamuyo sobre el “republicanismo a la uruguaya”. Por un lado, la tendencia irremediable al espectáculo que tienen las jerarquías del vecino país: todos parecen estar actuando en todo momento, como personajes de Rosa de lejos o alguna otra telenovela. Por otro, el vínculo casi mesiánico y completamente futbolizado que campea (espero que no de manera absoluta) entre gobernantes y gobernados. En el documental aparece la expresidenta Cristina Fernández, con gesto duro y casi siempre amenazante, dando discursos y soltando comentarios sobre lo que parece ser no un rival ideológico, sino un enemigo militar. Discursos sobre ese “otro” que casi nunca tiene nombre propio o cara y que parece moverse en unas cloacas que conectan directamente su speech con los centros de detención clandestinos de la pasada dictadura. Lo más impactante sin embargo es la reacción que estos discursos cargados de rabia provocan en su auditorio: cánticos de hinchada, rostros sudorosos, cuellos hinchados y lágrimas. Lo que uno puede esperar en un concierto de rock o un partido de fútbol, pero no en un Parlamento. Se diría que es una república con poquísimo espacio para el Republicanismo.

    En ese mismo documental, uno de los entrevistados dice que en Argentina dejó de existir el medio, que la polarización entre los pro y los anti Cristina eliminó todo posible terreno intermedio. Bueno, es precisamente en ese terreno en el que se construye el republicanismo. Y es sobre ese mismo terreno donde aparece la posibilidad de rectificar una idea, un concepto, una política pública. Sin ese espacio de gestos republicanos (el de Vázquez y Lacalle Pou concurriendo juntos a la asunción del nuevo presidente argentino, por ejemplo) es muy difícil que el cambio y la rectificación se produzcan. Nadie quiere reconocerle nada el enemigo.

    Reconocer que uno no tiene todas las herramientas existentes consigo es reconocer que alguien más puede tener otras herramientas que quizá funcionen. Es admitir la existencia del “otro” y del juego político. Es reconocer que las políticas públicas suelen encontrar su límite en la ideología de quien las implementa. Pero, sin ese terreno de juego, sin ese espacio republicano que nadie garantiza (ni siquiera en Uruguay), no hay un “otro”, un cambio, una rectificación o un juego democrático que sea posible. Por eso es esencial preservar el campito.