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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEs fascinante, y a la vez preocupante, cómo ciertos individuos, agrupaciones e incluso políticos en nuestra sociedad han decidido que centrarse exclusivamente en los derechos de tercera generación es la máxima expresión de su labor altruista. Y, ojo, no estamos diciendo que estos derechos no sean importantes. ¡Claro que lo son! Pero la obsesión con ellos, dejando de lado los derechos fundamentales de primera y segunda generación, resulta, al menos, desconcertante.
Es increíble que una fuerza de izquierda no esté constantemente alzando la voz sobre la inseguridad alimentaria en partes de Montevideo. Más increíble todavía es que el gobierno departamental de Montevideo, cuna de tantas luchas sociales, sea de izquierda, y esto no esté en la agenda permanente.
Aquí hay un punto aún más desconcertante: muchas veces, los que agitan estas banderas de los derechos de tercera generación están siendo pagos por organizaciones extranjeras, casi siempre vinculadas a la socialdemocracia europea. ¿No es esto, en sí mismo, una forma de neocolonialismo ideológico, en el cual nuestras prioridades son dictadas no por las necesidades reales de nuestra gente, sino por las agendas políticas de entidades extranjeras?
Mientras algunos defienden ardientemente un mundo libre de discriminación digital o abogan por un desarrollo sostenible, hay una inmensa mayoría que vive en un mundo completamente diferente. Un mundo donde el hambre aprieta, donde no hay un techo bajo el cual refugiarse y donde las oportunidades de educación o salud son prácticamente nulas. ¿De qué le sirve a alguien que no sabe si tendrá una comida mañana, que se establezca la paridad de género en las listas? ¿Cómo puede una madre que no tiene cómo alimentar a sus hijos preocuparse por la justicia intergeneracional o por la equidad digital?
El hecho es que, muchas veces, quienes se concentran de manera casi obsesiva en estos derechos de tercera generación, lo hacen desde una posición de privilegio. Son aquellos que ya han tenido la suerte de satisfacer sus necesidades básicas y que, en lugar de mirar a su alrededor y comprender la urgencia de los problemas inmediatos de su comunidad, prefieren volar en las alturas de ideales que, aunque nobles, pueden resultar distantes e inalcanzables para la gran mayoría.
Estos defensores se convierten, sin querer, en elitistas de la causa, en campeones de problemas que, aunque vitales en un escenario global, palidecen ante la urgencia de garantizar el derecho a la vida, a la salud, a la educación y al trabajo. Y es aquí donde la política juega un papel fundamental. Políticos y líderes que basan su propuesta en estos ideales, dirigidos a una élite informada y acomodada, no deberían sorprenderse cuando las masas, aquellos que realmente necesitan un cambio inmediato y palpable en sus vidas, deciden no apoyarlos en las urnas.
Es vital, entonces, que aquellos que tienen la pasión y la energía para luchar por los derechos humanos adopten una perspectiva más amplia. Que entiendan que no pueden obviar las necesidades básicas y urgentes de la mayoría. Y, sobre todo, que ser defensor de los derechos humanos implica luchar por todos y cada uno de ellos, no solo por aquellos que resultan más atractivos o populares en ciertos círculos sociales.
Porque al final del día, de nada sirve tener el derecho a un internet libre y abierto, si no tenés qué comer. Es hora de poner los pies en la tierra y mirar a nuestro alrededor. Porque solo entonces podremos realmente cambiar el mundo.
Federico Imparatta