N° 1979 - 26 de Julio al 01 de Agosto de 2018
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáQue buena parte del mundo está medio extraviado y sin rumbo no es una novedad. Tampoco lo es por cierto que, en nuestro propio país, pululan iniciativas desconcertantes, carentes de toda lógica o razón objetiva, en las cuales, por ejemplo, se sustituye el mérito y el esfuerzo por la mera popularidad, o donde se alteran normas del lenguaje o el color de las túnicas en aras de propiciar, aparentemente, algo más sexista o inclusivo.
Resulta difícil de entender, aun con esfuerzo, cómo existe gente que, cuando se avizora un futuro lleno de dificultades, parece creer que aspectos tan relativos, inspirados en prejuicios y sin ningún rigor científico de respaldo, son temas esenciales y prioritarios. Parece evidente que estos temas se encaran con cierta frivolidad, en el marco de discursos supuestamente simpáticos o políticamente correctos, asumiendo que invocando una igualdad de todo tipo, por mediocres y absurdas que sean las medidas propuestas, se puede logra la adhesión de muchas personas y sobre todo de los más jóvenes.
En ese rumbo se inscribe, entre otras, la propuesta de la inspección técnica de Primaria por la cual se sugiere que los abanderados no sean elegidos considerando una selección previa que tome en cuenta su escolaridad o rendimiento superior, sino en función de un sistema que premie, al margen de sus notas o de su regular asistencia, su popularidad entre sus pares. Lo que se busca según sus impulsores “es abandonar la meritocracia y apuntar a una solución más democrática”, en la cual todos los escolares que lleguen a sexto, sin selección previa alguna, puedan llegar a ser abanderados. Poco importa que el posible nuevo abanderado sea popular por razones eventualmente válidas pero ajenas a la noción ejemplarizante que siempre justificó la existencia del abanderado, como puede ser, por ejemplo, que sea un excelente deportista, una persona muy simpática, un agraciado en su aspecto físico, el rey de los vivos o un gran fiestero. Todo alumno podrá ser elector y elegible, sin que exista ninguna valoración, al margen del voto, ni aun de antecedentes de pésimos rendimientos curriculares o de mala conducta, que permita descartarlo.
De prosperar esta sugerencia el que hace méritos, estudia, se esfuerza y logra mejores resultados difícilmente llegue a ser abanderado, en la medida que los mejores de la clase no son por lo general los más populares. Lo que se pretende, obviamente, al amparo de una visión mediocre que desmerece el mérito personal e intenta, reiteradamente, igualar para abajo, es evitar que los alumnos más meritorios sean premiados, buscando “alcanzar” una supuesta igualdad forzada que no permita que sobresalga el sentido de responsabilidad y el esfuerzo de algunos ni sus destrezas intelectuales, artísticas o de otro tipo. El mérito, la excelencia, el esfuerzo y otras virtudes son hoy ideas o conceptos relativizados, ignorados o hasta despreciados, ante el auge de discursos “inclusivos” que no pregonan el éxito ni el afán de superación y nos quieren convencer de que la sana ambición por sobresalir o triunfar es un pecado capitalista.
La idea rectora de esta propuesta va en línea con otras costumbres ya extendidas como son las de no contabilizar las inasistencias o permitir que todos pasen de grado, aun cuando sus calificaciones no lo permitan. Y también se corresponde, obviamente, con aquellos discursos presidenciales que denostaban a los profesionales, dando a entender que ellos eran incapaces de pensar en el país y en el prójimo. En este Uruguay de hoy, lamentablemente, más vale el payador de boliche que cualquier calificado académico, científico o verdadero intelectual, que se haya formado estudiando y abriendo su mente. En un momento en que cerca del 70% de los puestos de trabajo actuales están en riesgo de desaparecer a mediano plazo por los avances tecnológicos, algunos siguen creyendo que todo se terminará solucionando con simpatía o popularidad y que quienes intentan rendir más y prepararse para ese nuevo mundo que se viene son unos giles que pierden el tiempo.
En la misma línea —supuestamente igualadora— se inscribe el lenguaje inclusivo que muchos jóvenes practican y que la ANEP tolera en las aulas y el Mides enseña en los centros CAIF, bajo el supuesto de que el uso del masculino genérico (que se usa para englobar a personas de ambos sexos) “es un mecanismo sistemático que difumina a la mujer... facilita la confusión y favorece la invisibilidad de la mujer” (según el Instituto Nacional de las Mujeres del Mides). Los cultores de esta forma de expresarse, que cambiaron primero el “todos” por “tod@s” y después por “todes”, advierten que su uso promueve “la igualdad de género”. Parece increíble, al margen del enfático rechazo de la Real Academia Española a estos inventos, que existan personas que crean, por ejemplo, que el término “todos” discrimina y afecta a las mujeres de tal manera que hay que lograr, para superar esa “agresión”, que se imponga un idioma casi nuevo. No niego que existen aún formas de discriminar a las mujeres, pero no acepto ni tolero que se minimice la importancia del asunto con ejemplos tan absurdos. Creo, además, que quienes discriminan realmente a las mujeres son quienes sostienen esos disparates y que, por el contrario, quienes las valoramos efectivamente y las respetamos en toda la extensión, no caemos en la ofensa de decir que precisan esas “correcciones” para poder desarrollarse o verse mejor, ni que la discriminación que existe se puede solucionar —aun en parte— con la torpe simpleza de cambiar la “o” —de los masculinos genéricos— por una “e”.
Otros buscan lograr la ansiada inclusión cambiando el color de las túnicas de los escolares de la educación pública y eliminando su tradicional moña. A partir de una carta de un grupo de padres de Florida, que ahora está a estudio de la Asamblea Técnico-Docente, se propone “una túnica que no discrimine... (y) que no fomente el estereotipo varón-mujer”. Aun cuando parezca extraño, en medio de una educación que se cae a pedazos, algunos pierden el tiempo en estas cosas. ¿Cambiará el color de las túnicas el futuro trágico que hoy se avizora para los alumnos de la educación pública?
Tampoco son ajenas a esta inclusión progresista las propias estructuras de gobierno. En la Intendencia de Montevideo, que fracasa estrepitosamente en el cumplimiento de todas sus funciones esenciales, se ha decidido una modificación que dudo que termine con la tragedia de los montevideanos: la Defensoría del Vecino pasó a llamarse Defensoría de las Vecinas y los Vecinos. En el gobierno nacional también se ha caído en fomentar el sexismo tan de moda: se aprobó en su momento la ley de cuotas para favorecer la participación de las mujeres en cargos políticos o partidarios, pero el propio Frente Amplio ha incumplido olímpicamente con su invento, no aplicando ese mandato en ninguno de los ámbitos de referencia; también se votó hace un tiempo la ley de violencia de género, pero su aplicación no ha sido posible porque nunca se aprobaron, por falta de iniciativa del Poder Ejecutivo, los recursos necesarios para su efectiva utilización. En el marco de una hipocresía vergonzosa, todo queda en meros discursos o medidas simpáticas para la tribuna, que nunca se aplican, demostrando que en verdad no existe preocupación real ni respeto por las supuestas destinatarias de esas iniciativas.
A esta altura, solo cabe señalar que, para ocuparse en serio y con responsabilidad de un tema importante como la igualdad —en todas sus variantes posibles—, hay que recuperar la cordura.