Retrocede 10 casilleros II

Retrocede 10 casilleros II

La columna de Mercedes Rosende

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Nº 2189 - 1 al 7 de Setiembre de 2022

Hace exactamente un año escribía en esta columna sobre la vuelta al poder de los talibanes en Afganistán, recogía las promesas de liderazgo moderado del nuevo emirato e intentaba confiar en un rosario de buenas intenciones relativas a los derechos de las mujeres y de las niñas. En ese entonces Suhail Shaheen, portavoz por las ciudades y áreas provinciales más grandes de Afganistán, al ser consultado por una periodista respecto a la posibilidad de que se impusiera una estricta interpretación de la ley islámica sobre la reclusión de las mujeres y la prohibición de que las niñas fueran a la escuela, aseguró que podrían circular por las calles y estudiar, aunque cubiertas con el hiyab. Hasta habló de formar un “gobierno inclusivo”. Pero frente a preguntas concretas sus respuestas fueron esquivas. A pesar de los antecedentes, de que en su último gobierno, de 1996 a 2001, se había prohibido la educación y el trabajo para las mujeres, restringido la circulación y el acceso a la atención médica, concluí aquella columna diciendo que ojalá fueran ciertas las promesas, que ojalá las afganas no tuvieran que tragar la amarga pastilla de retroceder 10 casilleros en el tablero de los derechos adquiridos. Hoy debo decir que mientras escribía esas palabras mi expectativa era baja, apenas el beneficio de la duda, y no me equivoqué.

Un año después y por diversas razones, entre ellas, la decisión de Estados Unidos de congelar miles de millones de dólares en reservas del banco central de Afganistán, lo que ha privado al Estado de cumplir sus funciones esenciales, el pueblo afgano sufre una economía colapsada, la profundización de la crisis humanitaria y el deterioro de la situación de los derechos humanos. Un año después, no solo las promesas siguen sin cumplirse, sino que se ha dado marcha atrás en lo anunciado por el grupo que tomó el poder: las escuelas se cerraron para la mayoría de las niñas y se ha restringido su libre circulación con excusas religiosas o culturales. Lo sé, muchos se encogerán de hombros y justificarán esas medidas como costumbres que hay que tolerar porque la diferencia cultural debe respetarse y blablablá.

Michelle Bachelet, alta comisionada de la ONU para los derechos humanos, se refirió recientemente a los retrocesos sufridos por las mujeres en el ejercicio de sus derechos desde que el Talibán tomó el control del país y habló de un contexto de “opresión sistemática e institucionalizada”. “Hay un aumento de la violencia doméstica y del acoso y ataques contra mujeres activistas, periodistas, juezas, abogadas y fiscales”, dijo Bachelet, y “un desempleo masivo entre las mujeres, en medio de una economía al borde del colapso total”.

A su vez Amnistía Internacional señaló que se está sometiendo a una “asfixiante represión a la población femenina de Afganistán”, que “están devastando las vidas de las mujeres y las niñas con represión de sus derechos humanos”. Las mujeres arrestadas por participar en manifestaciones “no tenían acceso a comida, agua, ventilación, productos de higiene y atención médica adecuados” y para obtener la libertad eran obligadas “a firmar un acuerdo en el que se comprometían a no volver a protestar y a no hablar en público de sus experiencias en detención, ni ellas ni sus familiares”.

La organización detalla en general violencia machista, detenciones por normas opresivas y discriminatorias, el cierre de escuelas o la imposibilidad de trabajar, además de matrimonios forzados a edades muy tempranas. Aunque la peor parte la llevan las que manifestaron su protesta en las calles, que han sido hostigadas y sometidas a “abusos, detenciones y reclusiones arbitrarias, desapariciones forzadas, y torturas físicas y psicológicas”. Manifestantes arrestadas, víctimas de desaparición forzada y torturas, mujeres y niñas detenidas y recluidas por “corrupción moral”.

El escenario general en Kabul es sombrío: hay palizas públicas y hasta podría haber castigos como la lapidación o la amputación, según dijo el propio encargado de prisiones Noorudin Turabi a la agencia AP, pero hay una fuerte censura y los medios locales no se atreven a mostrar la brutalidad de la represión. A pesar de los pesares todavía hay quienes siguen sosteniendo el argumento de que todas las culturas son dignas de respeto y de que todas las costumbres son igualmente válidas, y así legitiman los castigos desmesurados o los matrimonios precoces y forzados.

Sí, es una práctica que hoy se multiplica gracias a la crisis y a la permisividad institucional: niñas que tienen 8 años y a veces menos, aunque la edad legal para el matrimonio es de 16, a las que la familia obliga a casarse con hombres mayores. En la realidad la mayoría de esos hombres ya están casados y tienen hijos y usan a las niñas como esclavas sexuales y sirvientas de la familia. Los padres las venden por algunos cientos de dólares, una tragedia que tiene que ver con la miseria, sí, pero principalmente con el hecho de haber nacido mujer y con la aplicación de preceptos religiosos. Así, Afganistán es hoy el peor país del mundo para nacer mujer, según el I´ndice de Paz y Seguridad para las Mujeres de la Universidad de Georgetown.

Y las afganas, que fueron de las primeras del mundo en conseguir el derecho a voto en 1919, antes incluso que las de Estados Unidos, que lo consiguieron en 1920, esas que en 1964 participaron en la creacio´n de una Constitucio´n que habilitaba el sufragio femenino, la educacio´n obligatoria y la libertad de trabajo, hoy no pueden salir a la calle sin taparse la cara y sin ser acompañadas por un mahram de la familia, que bien puede ser un hombre de cinco años.

Machismo e islam no deberían ser equivalentes, porque una lectura patriarcal del Corán no configura necesariamente a la religión islámica. No es una idea colonial ni es supremacismo occidental pensar que hoy debe haber otras perspectivas, como sucedió con otras religiones. Porque si aceptamos que deben casarse con quien manda su padre, dejar el trabajo y abandonar la educación, si creemos que deben dejar de circular libremente, es decir, si dejamos de ver a las mujeres afganas como mujeres y las vemos solo como afganas apelando al argumento “esa es su cultura y no debemos meternos”, ayudamos a que queden cautivas de un régimen fanático y misógino, a cerrar ese círculo perverso trazado por los fundamentalistas y, lo que es peor, las empujamos a que retrocedan 10 casilleros en sus derechos adquiridos.