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Les voy a hablar de cine. Con el título precedente, allá por los años 60 del siglo pasado, Luchino Visconti dirigió una memorable película en la que trabajaron Alain Delon, Renato Salvatori, Annie Girardot y Claudia Cardinale. La música la compuso Nino Rota, quien también escribió la banda sonora de El Padrino.
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La que yo les voy a contar hoy no es tan famosa, pero tiene lo suyo. Se llama Rocco y sus amigos, y los roles estelares los tienen los poderosos delincuentes y pesos pesados narcotraficantes el italiano Rocco Morabito y el mexicano Gerardo González Valencia, (a) el Cuini. Como actores de reparto figuran también exjerarcas del Ministerio del Interior del Uruguay, tales como Mario Layera (a) Inocencio y Jorge Vázquez Rosas (a) el Perro. No tiene música de fondo pero, si hubiera que pedir alguna prestada, podría usarse la partitura de El Padrino. Don Eduardo, (a) el Bicho, ya no está, pero su espíritu rodea todo lo que pasó en su tiempo.
Hace unos años, los protagonistas cayeron presos en el Uruguay, en operaciones totalmente diferentes y en distintos momentos. Por tratarse de personajes con un especial peso específico fueron alojados en dos lugares bien alejados el uno del otro.
El ejemplar sistema carcelario uruguayo le asignó a don Rocco un piso en la Cárcel Central, tras un reciclado de la antigua oficina del jefe de Policía, que ya se había trasladado a otro edificio. Intervinieron en la remodelación importantes arquitectos y decoradores, siguiendo los refinados gustos del ocasional ocupante, quien supervisó la obra dando su visto bueno y agregando importantes comentarios para enriquecer el resultado. La habitación tenía una cama king size, un baño en suite con jacuzzi, una kitchenette con despensa gourmet, en la que era frecuente ver ingresar champagne Dom Pérignon, jamón serrano de bellota pata negra, paté de Foie Rougie y otras delikatessen.
El Cuini, por su parte, fue alojado en un predio de la Guardia Republicana, en un contenedor con aire acondicionado especialmente preparado para su alojamiento, con aislamiento acústico, minigimnasio, confortable sommier, un Smart TV de 60 pulgadas y un completo equipamiento informático con una computadora conectada a Internet, con impresora en línea.
La policía no sabía que Rocco y el Cuini eran amigos, pero lo descubrieron en una ocasión bien original. El Cuini les dijo a sus captores y guardianes que, dadas las circunstancias de reclusión y aislamiento, él ansiaba tener encuentros íntimos con su esposa y que el contenedor no se lo permitía. Para ello, pidió que lo llevaran a la Cárcel Central, donde había un ambiente preparado para ese higiénico y romántico fin. No era sencillo llevarlo al Cuini de una punta a la otra de la ciudad, pero se organizaron unos cortejos de vehículos de seguridad, motocicletas y blindados (más de 12 unidades cada vez) para llevarlo al Cuini a desahogar su carga hormonal.
Grande fue la sorpresa de los guardianes y captores cuando detectaron que el Cuini no iba a la Cárcel Central a copular con su esposa, sino a visitar a Rocco sin ningún objetivo sexual, pero sí con la finalidad de conversar de negocios comunes, que ellos seguían controlando y digitando desde sus confortables alojamientos.
Se reunieron en incontables oportunidades, en las que bebieron café, se instalaron en la azotea a tomar sol y a comer sushi, oportunidades en las que hacían traer del McDonald’s de 18 de Julio combos de hamburguesas y papas fritas para guardias y presos, los que alegremente celebraban contar con tan generosos y simpáticos inquilinos.
Toda esta alegre y desenvuelta fraternidad ocurría a la vista de decenas de personas involucradas en los encuentros, desde los guardias operadores de los traslados desde la Guardia Republicana, pasando por los carceleros de San José y Yí, sus jefes y demás autoridades, las que, como es de imaginar, autorizaban que todos estos movimientos tuvieran lugar.
Un día, en 2019, Rocco se hartó de esta vida de confinamiento vip, abrió la puerta de su “despacho”, mandó desenchufar todas las cámaras de seguridad y se tomó los vientos, saliendo por la misma azotea en la que tomaba sol con su amigo el Cuini.
El resto de la historia es conocido.
Ahora, años más tarde, la película sigue debido a que, desde entonces, nadie pero nadie ha sido imputado por los gravísimos quiebres del sistema de seguridad y toda la parafernalia que rodeaba este escandalete de transgresiones, delitos, faltas graves y demás artículos del Código Penal.
Los fiscales citan a declarar a los que se supone que no solo sabían, sino que autorizaban estas festicholas, pero todos parecen haber perdido la memoria o alegan que las órdenes las daba el que ya no está para decir si esto era cierto, o ellos operaban a espaldas de la autoridad, lo que también parece muy difícil de creer.
Hace unos meses, Don Layera, (a) Inocencio, hizo exasperar al fiscal Ricardo Lackner (que ya no está en el caso) confrontándolo a lo que no pudo pasarle desapercibido al jerarca policial, pero este, con cara de “yo no fui”, dio respuestas parecidas a las dadas por un niño que, frente al jarrón que sin querer tiró al piso e hizo añicos, enfrenta a su madre con los bracitos cruzados en la espalda y le dice: “Mamá, yo no sé quién pudo hacer esto…”.
Es de esperar que la película no termine de manera abrupta por acá y que, al estilo de una serie de Netflix, nos traiga a la brevedad nuevos episodios en los que estos personajes elusivos e increíblemente caraduras terminen por aceptar sus responsabilidades y la Justicia les haga pagar por sus entuertos.