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    Saco roto

    La lista de desgracias que afectan a un vecino de Montevideo es muy larga. La Defensoría del Vecino ha hecho públicas algunas.

    Todas las viví en carne propia: moda de boliches en mi cuadra, una fábrica estruendosa al lado de mi medianera, basural en la esquina fruto del contenedor desbordado por la mugre de restaurantes y rotiserías, marginales usando como excusado nuestros portales, tugurios abandonados a la vuelta, tugurios ocupados en la otra vuelta, en fin... nada que sorprenda. Mal de muchos.

    Pero Montevideo no es solo el afuera. Hay que pensar el adentro también.

    En un país donde todo un pueblo sabe que los niños nacidos en una casa son hijos y nietos del mismo violador, y pasan los años y el violador sigue impune, puede esperarse que tabúes y normas infinitamente menores no se respeten jamás.

    He descubierto que las reuniones de copropietarios son pesadillas para todos mis conocidos.

    Uno se compra una vivienda después de trabajar y ahorrar años, la mima, la decora, la limpia, la llena de libros y de cuadros y, sin embargo, atraviesa la puerta del umbral y pasa del limbo al infierno.

    ¿Qué hay entre la puerta de calle y la puerta de casa?

    Todos hemos visto con espanto lo que los habitantes de un edificio en pleno Centro grabaron con cámara oculta: trabajadoras sexuales clandestinas de vecinas trasegando los pasillos.

    Otras veces, los encuentros son más fisiológicos. En mi edificio han vivido varios perros. Tener una mascota es un derecho humano. No así dejar la caca de la mascota en mitad de la escalera para que un vecino se resbale como si se hubiera topado con una cáscara de banana. El propietario del perro suele negar que haya sido el suyo.

    A veces, aquellos individuos con que tenemos que convivir nos quieren hacer partícipes de sus desechos. Y así, en palliers, zaguanes, patios, espacios comunes, he debido ver, durante meses, durante años: sofás desgastados que algún día recogería un flete, cajas de vidrio de tortuga sin tortuga, tablas en desuso, sobrantes de la construcción de un entrepiso, sillas rotas, palos, bolsas, cocinas viejas y grasientas: ¡una auténtica feria de Tristán Narvaja!

    Las mustias reuniones de copropietarios cada vez se parecen más a las asambleas sindicales: se lanzan acalorados discursos, se reivindican derechos, se apela a la ley (la ley de propiedad horizontal y sus reglamentos de copropietarios).

    Y, sin embargo, todo sigue como está. Las protestas caen en saco roto.

    Enredarse en un juicio es cosa del Primer Mundo. ¿Quién pagaría a un abogado para que le quiten del camino sillas viejas amontonadas?

    Luego, debe hablarse de los techos. Los techos son de todos pero la humedad que apareció en un apartamento solo le concierne, de acuerdo con la distorsión social que vivimos, a la víctima.

    Hoy tengo asamblea anual de vecinos.

    Voy a morirme de frío en un banquito, voy a escuchar voces cínicas, voy a observar cómo, desde Caín y Abel, surge el odio entre los mortales.

    Al menos en mi pozo de aire no resuena la cumbia. Algo es algo.